En las últimas décadas la competencia de los países por obtener mayores niveles de inversión se ha convertido en un intenso fenómeno. Como consecuencia de ello se ha generado la necesidad de los Estados de ofrecer marcos legales que sean confiables e independientes y que, permaneciendo ajenos a interferencias políticas, sean capaces de ofrecer un ambiente de seguridad a los inversionistas.

Si bien la respuesta natural a estas necesidades es la generación de reformas institucionales, dada la necesidad urgente de inversión y las dificultades de realizar de manera rápida y efectiva tales reformas, la mayor parte de los Estados han tenido que recurrir a sustitutos. En el ámbito de la regulación de mercados ello ha llevado a que la clásica regulación normativa y/o administrativa gire hacia mecanismos de corte privatista que permitan generar este marco de seguridad.

Es en este sentido que los Estados empiezan a utilizar mecanismos contractuales (por ejemplo, contratos de concesión) a fin de establecer las reglas que regirán sus relaciones con un determinado inversionista. Así, la regulación aplicable a un determinado proyecto deja de encontrarse en una norma o decisión administrativa, para pasar a desarrollarse en el marco de un contrato entre el Estado y el inversionista. Con ello se obtiene que la obligación contractual (que para ser modificada requiere acuerdo de las partes) le dé estabilidad a reglas que de estar en una ley o decisión administrativa pueden ser modificadas unilateralmente por el Estado.

El mecanismo contractual, como medio para establecer regulaciones, se convierte así en una respuesta al poder del Estado: las “reglas de juego” ganan un importante margen de seguridad, ya que su existencia no estará sometida a la sola decisión del Estado, sino que, bajo los parámetros contractuales, dependerá del acuerdo entre el Estado y el inversionista. El contrato de concesión, desde esta perspectiva, es un instrumento para reducir -no para ampliar- la discrecionalidad del Estado y sus agentes[1] .

Esta especial naturaleza de la regulación por vía contractual genera dos situaciones especiales[2] :

(i)    Que la regulación contenida en un contrato de concesión sea la directamente aplicable, por lo que la regulación legal o administrativa adquiere un carácter meramente supletorio que solo opera a falta de acuerdo; y,

(ii)    Que la regulación contenida en un contrato no pueda ser modificada –directa o indirectamente– por una regulación legal o administrativa posterior.

Pese a que este marco resulta ser bastante claro en cuanto a su funcionamiento y beneficios, en los últimos años hemos presenciado cómo en diversas oportunidades se ha intentado “sacarle la vuelta” al sistema. Por citar solo algunos ejemplos recientes, podemos recordar como en algún momento se pretendió desconocer los contratos de concesión celebrados con las empresas Telefónica del Perú[3] y Lidercon[4] . Ello siempre bajo el “flexible” argumento de tutelar el interés público.

Lo más peligroso de esta situación es que, desde hace algunos años, estos intentos de desconocer este marco legal se han venido “sofisticando” y suelen pasar desapercibidos. En efecto, ahora difícilmente nos encontraremos ante un intento abierto del Estado por resolver unilateralmente un contrato o por simplemente desconocerlo. Lo que ahora encontramos son situaciones en las que el Estado pretende efectuar modificaciones “indirectas” a los contratos a través de la regulación sectorial[5] -por ejemplo, estableciendo obligaciones no contempladas en el contrato que terminan por desnaturalizar su contenido o algún derecho reconocido al inversionista-.

En efecto, bajo el argumento de la necesidad de regular un determinado mercado –amparándose en conceptos muchas veces imprecisos, como interés público o la existencia de fallas de mercado–, se pretende en muchos casos afectar los derechos reconocidos a un inversionista en su correspondiente contrato. En otras palabras, de manera indirecta se pretende modificar las reglas de juego pactadas por las partes.

Esta situación es la que precisamente parecería estar dándose actualmente en el caso del Proyecto Camisea. Como consecuencia de la actual situación de escasez en el abastecimiento de gas natural para el mercado interno, y de la existencia de un proyecto de exportación que implicaría destinar importantes volúmenes de gas al extranjero, en los últimos meses hemos apreciado como desde el Estado se han efectuado declaraciones que apuntan a la necesidad de “regular” este mercado a fin de garantizar un adecuado abastecimiento al mercado local. Si bien no se ha señalado una intención de desconocer el contrato de Camisea o el contrato de exportación, lo cierto es que la orientación de estas propuestas parecería dirigirse a un posible cambio de las “reglas de juego” establecidas a este proyecto.

Propuestas como establecer obligaciones de reserva de determinados volúmenes de gas natural para el mercado local o para determinados sectores, pese a que no se encuentren contractualmente contempladas, podrían llegar a constituir un cambio de las reglas del proyecto y, por ende, un incumplimiento contractual del Estado.

Si bien el adecuado abastecimiento del mercado local puede ser una válida preocupación del Estado, ello de manera alguna puede justificar una violación del marco de seguridad y estabilidad de reglas que genera un contrato de concesión. Resulta cuestionable el considerar que bajo la idea del interés público se pueda desconocer el marco de protección brindado a determinada inversión. Tal como el constitucionalismo moderno reconoce, el interés público no está per se por encima del interés privado. Ambos deben de coexistir en un adecuado balance, el cual localmente ha sido medido por el Tribunal Constitucional a través del denominado test de proporcionalidad[6] .

En este contexto, cualquier afectación que se genere a una determinada inversión, aun cuando se produzca indirectamente a través de una modificación del marco regulatorio, podría constituir un incumplimiento contractual del Estado, con las consecuencias que ello conlleva –indemnización de los daños generados–.

Resulta importante tener en cuenta, además, que en el caso de Camisea el problema que se intentaría “corregir” no es propiamente un problema de mercado o contractual. El problema surge, contrariamente, por una regulación inadecuada que el propio Estado estableció, y que condujo a generar un precio artificialmente bajo del gas para generación eléctrica. Con ello se generó una demanda no racionable por el sistema de precios –ya que todos quieren acceder a un gas barato–, lo que de alguna manera exacerbó la situación de escasez. Por otro lado, no debe olvidarse tampoco que el proyecto de exportación de gas se desarrolló con la venia del propio Estado, quien no estimó el crecimiento que nuestro mercado interno finalmente tendría.

Siendo ello así, resulta equivocado pensar que la solución a los problemas de este sector venga dada por desconocer o modificar las reglas de juego del proyecto. Ello solo conllevará a debilitar el sistema de protección a las inversiones con que contamos y retroceder en lo avanzado por nuestro país en este aspecto. Tal como señala Posner[7] , “el derecho de contratos no puede utilizarse fácilmente para alcanzar metas distintas de la eficiencia. Una decisión que no interpole el término no afectará el comportamiento futuro; será revertida por las partes en sus tratos subsiguientes. Solo impondrá costos de transacción adicionales y evitables”. En este caso, estos mayores costos de transacción se reflejarán en las indemnizaciones que deberá pagar el Estado por sus eventuales incumplimientos, así como en la debilitación del marco de seguridad que puede ofrecer a futuras inversiones.


[1] En ésta línea, Guasch y Spiller enfatizan que los contratos “están intencionados para limitar al gobierno, más que para otorgarle amplios poderes regulatorios”.  En: GUASCH, J. Luis y Pablo SPILLER. Managing the Regulatory Process: Design, Concepts, Issues, and the Latin America and Caribbean Story. The World Bank, Washington DC. 1998. p. 38.

[2] En nuestro país esto cuenta incluso con un reconocimiento a nivel constitucional. En efecto, el artículo 62 de la Constitución señala expresamente que “La libertad de contratar garantiza que las partes pueden pactar válidamente según las normas vigentes al tiempo del contrato. Los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase (…)”.

[3] Este intento incluso llegó a generar un proceso a fin que se declare la inconstitucionalidad del Contrato Ley celebrado con esta empresa, promovido por el congresista Jonhy Lescano (Expediente No. 005-203-AI-TC).

[4] Empresa que cuenta con la concesión para realizar el servicio de revisión técnica de vehículos.

[5] Tal como señala Epstein, modernamente resulta difícil encontrar un Estado que atente directamente contra el sistema de mercado (del cual el derecho de contratos es un pilar fundamental). Sus intervenciones suelen presentarse de manera indirecta, bajo el pretexto de supuestas fallas del mercado que lo justifiquen. Con ello, logra de manera indirecta aquello que tiene vedado de manera directa. Ver: EPSTEIN, Richard A. El libre mercado bajo amenaza. Cárteles, políticos y bienestar social. Lima: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. 2007. Pág. 60.

[6] Son innumerables las sentencias del Tribunal Constitucional en las que se ha establecido este criterio de evaluación de la actuación del Estado sobre la esfera de los privados. Entre ellas destacan particularmente las sentencias: 2192-2004-A, 760-2004-AA, y 2868-2004-AA/TC.

[7] POSNER, Richard. El análisis económico del derecho. Pág. 96.

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