Supongo que las historias van cobrando forma en las palabras de quienes las cuentan. También supongo que si las historias no se cuentan, se abre una puerta a que el pasado se torne en una masa difusa de versiones ajenas y contradictorias y que (todas) las verdades pierdan sus colores frente a la indiferencia. Creo que hay algunas historias que tienen que ser contadas.

He salido temprano de mi casa y manejo por la avenida Benavides hacia un café en Miraflores. Pienso que hace poco frío en Lima para ser invierno. Avanzo con la ventana abajo mientras escucho sin atención los titulares que una voz familiar me lee por la radio: militantes del Movadef reclaman que se declare una amnistía general a los “presos políticos” del “enfrentamiento armado” que asoló el Perú hace ya veinte años. Un semáforo me obliga a detenerme por más tiempo del que mi paciencia otorga y –lógicamente– prendo un cigarrillo para amortiguar la espera. Mientras fumo compulsivamente se me acercan varios escolares que, sospecho, han encontrado algo mejor que ir a clases y caminan sin rumbo. Se me acercan y me preguntan si tengo encendedor –señor–. Tengo veintitrés años y no me siento señor de nada; me río y les presto mi encendedor. Mientras prenden sus cigarros escuchan las mismas noticias que antes oía yo solo. –¿Qué es el Movadef?– Pregunta uno de los chicos a los demás. Acelero mientras la luz verde me lo permite.

Llego un poco antes de lo acordado al café en el que me reuniré con Sofía y me acomodo en una mesita del segundo piso. Le digo al mozo que espero a otra persona y, antes de que pueda terminar, llega Sofía y se sienta. Pedimos.

Sofía tiene treinta y uno y nos conocimos cuando trabajamos juntos en una revista de Economía. Yo empecé a querer ser periodista escribiendo en esa oficina y ella se encargaba (y todavía lo hace) del marketing de la publicación, con mucho mayor eficiencia que yo en mis antiguas labores. Ella ha regresado recién de su luna de miel y la mezcla entre una sonrisa enamorada y su piel más bronceada de lo permitido para ser julio en Lima la delatan. Creo que es feliz. Me cuenta que anda muy bien y me alegra mucho. Conversamos, rápidamente, sobre la revista en la que nos hicimos amigos y nos reímos de cosas que no dan risa. Sofía se ríe bonito y tiene ojos grandes. Los dos, sin embargo, sabemos por qué nos hemos reunido.

María cursaba en ese tiempo el quinto año de primaria en el colegio Santa Úrsula. Había nacido en Cuajone mientras su papá trabajaba en la Southern. Ella creía que aquel lugar era como el mundo de las maravillas de Alicia. Me cuenta que, a pesar de que no había importación en el Perú, en Cuajone había todo, todo menos delincuencia. Dejaban la puerta de la casa abierta todo el día y -hasta que se mudó por un periodo corto a Arequipa- amasó allí recuerdos que hoy le arrancan sonrisas. Ya después vino a Lima a enfundarse en su uniforme único para ir al colegio y para crecer. A María le gustaba escuchar la música de los New kids on the block y algunas otras melodías que con algún pudor me comenta y prometo no escribir.

Mientras converso con Sofía en Miraflores veo los titulares de varios diarios en los que se comenta el nuevo spot publicitario de la Marca Perú. A mí me gustó mucho y me emocionó particularmente la idea de invitar a cada quién a pensar en sí mismo hace veinte años y a contrastar los sueños e ideales que en ese entonces atesoraba frente al puerto al que la vida lo ha ido llevando. Yo hace veinte años, como ya se puede inferir, tenía solo tres y no me acuerdo de cuáles eran mis sueños (asumo que mis ideales eran mi biberón y algún peluche). Sofía, en cambio, tenía once y sí se acuerda con insospechado rigor de los sucesos que hoy dibujan el contorno de quién es ella. Hago algún amague para sumergirme, justamente, en su memoria y ella, valiente, se zambulle conmigo. Le digo que hable tranquila y que en todo caso le voy a cambiar de nombre. Le pregunto cómo le gustaría llamarse, ella se ríe.

Era jueves en Lima y María había ido junto con sus amigas al colegio a presentar, por la noche, una maqueta que conmemoraba los quinientos años de la llegada de las tres Carabelas de Cristóbal Colón a América. Las alumnas mayores habían actuado una representación de lo mismo y mi cabeza proyecta imágenes de chiquillas disfrazadas gritando que había tierra a la vista en un intento inconsciente por saturar a sus padres con toda la ternura del mundo y tentarlos a olvidar los puños en alto, las bombas y los perros (revisionistas) que aparecían colgados en algunos postes. A olvidar la inflación, el desempleo y el miedo eterno que Lima infligía en sus ciudadanos mimetizado con vidas que tenían que seguir siendo vividas.

Sofía me cuenta que una de las cosas que más le sorprendió cuando llegó a Lima desde Arequipa fue que en el colegio le hablaran tanto de las bombas. Se tuvo que acostumbrar a terminar casi siempre sus tareas a la luz de una vela que le recordaba que los cuentos que sus profesores le narraban tenían lugar, a diferencia de otros muchos cuentos, en la ciudad en la que ella ahora vivía y que era el escenario de una vida que, como me confiesa, había sido siempre muy feliz.

María había terminado de presentar su maqueta y había invitado a Lucía, una compañera de clase, a jugar a su casa. Los papás de María las habían llevado al departamento en el que vivían, junto con Roberto, el hermano mayor de María y Ninfa, la chica que ayudaba con las labores de la casa. María estaba vestida con unas leggins negras, un sweatshirt rojo y unas zapatillas que eran rojas también –clarito me acuerdo–. Ese día no había tenido que vestirse de revolución setentera para ir al colegio; sonó el timbre. Eran casi las nueve de las noche. Ninfa se apuró en abrir la puerta y avisó que habían venido a recoger a Lucía y que su mamá ya estaba subiendo hasta el departamento de la familia de María Valverde.

Sofía regreso hace no mucho de hacer un MBA en una Universidad en Florida después de graduarse como administradora en Lima. Sus ojos grandes se llenan por ratos de una carga que pareciera estar a punto de quebrarla y que humedecen su mirada por instantes que duran tan poco como toma reunir toda la fuerza que Sofía sabe que tiene para seguir hablando. Me cuenta que en uno de los últimos cursos de su postgrado tuvo que hacer una línea de tiempo, con altos y bajos, de su vida y compartirla primero con un compañero y luego con toda la clase. Me confiesa que su vida era un gráfico ascendente y que, quizás como el Perú, tuvo un tropiezo que la obligo a dibujar hacia abajo varios centímetros.

Lucía y su mamá, luego de despedirse, empezaron a bajar por las escaleras hasta el primer piso. Cuando estaban a medio camino oyeron una repetición de sonidos secos que cualquier limeño de ese entonces podía reconocer tan bien como cualquier otro sonido urbano: disparos. La mamá de Lucía, con el coraje de todas las mamás que criaron hijos en ese tiempo, le dijo a su hija que estaba todo bien y que subieran de regreso al departamento de María; subieron. Una vez adentro se reunieron en la sala con los papás de María que estaban ya al tanto de la balacera. Varios gritos desde la calle anunciaban que dos coches avanzaban sin tripulación por la avenida en donde estaba el edificio. El papá de María les dijo, con calma, que seguro era otra bomba y que se acerquen a la puerta. Sonó una explosión sin fuerza mientras la mamá de Lucía abrazaba a su hija con un brazo y a María con el otro. Los papás de María esperaban con Roberto y Ninfa. Luego de la explosión, en la que nada tembló ni se rompió, pensaron aliviados que eso había sido todo, y hasta alguna risa de alivio se escapó. Roberto, con la inocencia que tener catorce años regala, corrió hacia la ventana pensando que podría ver lo que había pasado sin saber que lo que vería sería lo que estaba por suceder. Sólo silencio y otro coche avanzando por la calle de abajo. Pánico absoluto en el piso 10 del edificio 269 de la calle Tarata.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufridose empozara en el alma… ¡Yo no sé!

María Sofía Valverde, con la voz más valiente que he escuchado en mucho tiempo, me dice que no escuchaba nada. Que después de una explosión no se escucha bien por varias horas. La voz de su papá nombraba a quienes estaban en lo que hasta hace poco había sido su casa. Uno a uno fueron, todos, respondiendo. Me dice que el humo lo escondía todo y que el olor a pólvora era tan penetrante que, hoy, hasta los fuegos artificiales despiertan temblores en la voz de su padre. Una vez que el humo fue escapando y los gritos le tomaron la posta empezaron las imágenes. Ella y Lucía habían quedado marcadas con heridas que hoy son cicatrices que acompañan un lado de la cara de ambas. María Sofía por el lado izquierdo de su cuerpo; Lucía por el derecho: los lados que los brazos de la mamá de Lucía no pudo proteger en cada una. Dolor. Tierra. Vidrios. Caras de una familia que no se reconocía a sí misma por los disfraces terroríficos con los que una bomba los vistió. Estaban todos vivos. Había que ir a la clínica.

Bajaron juntos las escaleras en una escena que María Sofía dibuja con palabras: incendios, gritos, heridas, sangre, llantos. Al llegar a la planta baja había ya algunas camionetas de la policía. Se montaron en la tolva de una y recibieron indicaciones de esperar a que se llene para poder ir a tratar de evitar la muerte en algún hospital. El papá de María Sofía tomó una decisión que quizás salvó la vida de los suyos: no se podía esperar. Había que caminar y pedir ayuda. Caminaron. Un carro. Dos. Tres. Seis. Diez. Nadie se detuvo. Solo indiferencia ante una familia que acababa de despedir a Lucía y a su mamá y a Ninfa que partió de regreso a su tierra y jamás volvió. Intentaban llegar a una clínica. Caminaron por el parque Kennedy: nada. Por fin un viejo amigo de Arequipa los reconoció mientras cumplía con el encargo de cubrir la noticia para El Comercio. Un taxi: a la clínica por favor.

La Familia Valverde fue la primera de esa noche en manchar el suelo blanco de la clínica Americana de Miraflores con su sangre. Los padres de María Sofía y su hermano fueron inmediatamente intervenidos: las esquirlas que solo habían herido superficialmente el cuerpito de once años de la niña habían perforado los pulmones y el estómago de Roberto. Habían triturado las caras de sus padres y horrorizado a María Sofía que no hacía más que preguntarse quién era el señor importante que vivía en su edificio. Aquel que los hombres malos que pusieron una bomba en su alma habían querido liquidar.

Mientras María Sofía esperaba para saber si su familia estaba con vida, una procesión de heridos inundó el cuarto de emergencias de la clínica. Junto con ellos llegó una tía que la acompañó y que descubrió que la niña tenía un vidrio incrustado en la cabeza. La llevó, de inmediato, a otro piso para que le saquen la esquirla. María Sofía caminó dudando de si la realidad podría ser como ya era y pidió que la dejen ir al baño. Un espejo, el primero que vio luego de la bomba, se encargó de explicarle por qué ese día, uno como hoy hace veinte años, sus sueños y su inocencia acababan de serle arrancados por un grupo de genocidas que decía haber encontrado un sendero luminoso.

Son pocos; pero son… Abren zanjas obscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

María Sofía me explica que desde allí nada fue igual. Tuvo que ir por algunas semanas a vivir en casa de sus primos y cuando, por fin, pudo ir a visitar a las personas que más quería, encontró la piel de su madre cicatrizando y la cara de su padre enmascarada en una malla blanca (que ella recuerda con dolorosa precisión) que pretendía evitar que los desgarros de su tez le quiebren el perfil. Recuerda (mierda) ver a su hermano deambulando entre la conciencia y la locura echado en una cama mientras tubos de plástico alimentaban todos sus sistemas y la pregunta que hasta hoy la persigue empezaba a sonar en su cabeza: ¿Por qué?

Los siguientes seis meses en la casa de una abuela. El recuerdo de esa noche en que la niña de once años saltó de felicidad sobre cama por el apresamiento de Abimael Guzmán. –Ojalá que lo maten– María Sofía me dice sin titubear que era lo único que sugería su mente niña: que lo maten. La voz de un padre que le explicaba que no lo matarían y que no debían hacerlo. Matar es igualarse a ellos, será su libertad el precio con el que pagará, hijita. El cuerpo de un hermano que fue recuperándose mientras unos señores vestidos de blanco le explicaban que su madre había sufrido tanto por ver a su hijo en el umbral de la muerte que una cosa que se llamaba cáncer había conquistado su cuerpo y que tanto dolor había destruido sus defensas. Tener doce años, no tener casa, extrañar a Chobi –el muñeco favorito con el que había crecido y jugado–, extrañar un cuarto con los juguetes que la habían llenado de risas. Extrañar –para siempre– a mi mamá.

La memoria perra que le escupe en la cara la historia de un padre tratando de tomar sopa y manchándose la cara por los huecos que las esquirlas le dejaron en los cachetes y la mirada sin esperanza de una niña de once años que ha dejado de creer que puede entender.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,de alguna fe adorable que el Destino blasfema.Esos golpes sangrientos son las crepitacionesde algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Mientras María Sofía sigue llenando el poco silencio que le queda al segundo piso del café en el que conversé con ella yo pienso en qué es Tarata para mí: un atentado. Una clase en el colegio y varias en la Facultad. Una bomba, dos. Una fecha. Un recuerdo que no recuerdo y una historia que se va escapando de mi memoria como un miedo lejano que con el abandono de la niñez se va superando. Solo cercano cuando paso por el lugar (al que solo ha vuelto para protestar en contra de quienes piden perdón con discursos al país y ella no perdona por robarle, de niña, la sonrisa). Lejano, histórico atentado.

La voz de mi amiga se torna rígida y se carga con indignación. Me pregunta con la que imagino que fue la misma cara con la que de niña interrogó a quien pudo cómo es posible que ahora se quiera olvidar algo que la cicatriz que, de rato en rato se toca, le marco la cara y le recuerda que una explosión voló mucho más que su edificio una noche de invierno hace dos décadas. Me cuenta que una vez fue con su primo a protestar y que al acercarse a Tarata dudó sobre el lugar en el que podría cuadrar su carro. Pensó que habría pocos estacionamientos y que estaría repleto de caras, nuevas y viejas, valientes, y voces alzadas contra un atentado que no hace más recodarnos que la inhumanidad no puede ser olvidada mientras la realidad le increpa que ya se olvidó.

Una voz que con rabia me explica que su esposo –que menciona luego de un eufemismo explicativo sólo ensamblado para decir su nombre y su mención la llena de alegría; y a mí con ella– a veces la asustaba bromeando y que ella nunca pudo bromear con cosas que pasaban de improviso. Me explica que las secuelas del miedo que se ha ido tapando con los años y con otras alegrías están todavía ahí, y que hay cosas que no se van. –Tienes once años, ahí no entiendes nada–.

Silencio por fin. Los ojos grandes de María Sofía, que pronto debe dejarme para ir a trabajar, se quedan quietos y me miran sin saber qué más debe decir para que entienda que Tarata no fue un atentado, ni el terrorismo una guerra; Tarata fueron cientos de atentados contra cientos de vidas y sueños que una bomba reventó. El terrorismo fueron miles de guerras que miles de Marías Sofías lloraron con todas las edades y en todos los rincones de un país que se resignó a enterrar a sus asesinados con la misma cotidianeidad que a sus ilusiones de salir adelante.

Hoy no importa si eres de izquierda o de derecha, si eres joven o viejo. No importa si eres mi amigo o mi enemigo. Hoy, peruano, te ruego que dejes por un instante todo de lado y te indignes conmigo. Indígnate por una mirada de alguien que has podido ser tú, o tu hermano. Indígnate por unos ojos que te obligan a recordar hoy el pasado para no quedar condenados a repetir nuestros errores y sangrar por las mismas cicatrices que nuestra indiferencia ya abrió una vez. Una vez alguien dijo que quien pierda la capacidad de indignarse está moralmente muerto. Indígnate con el silencio que dos ojos peruanos, como los nuestros, pueden sin palabras explicarte que es nuestro el dolor y nuestra la responsabilidad de evitarlo.

Malditas sean las bombas. Malditos sean los senderos oscuros por los que una bandera roja nos pidió que caminemos. Maldita sea la frivolidad que permite que la indignación se alivie con sólo conversación. Maldito sea el terror. Maldito sea el pensamiento Gonzalo. Malditos sean quienes quieren que olvidemos a la sangre que nuestra sangre ha llorado. Malditos sean quienes quieren ser perdonados sin pedir perdón. Malditos sean los que secuestraron el hambre y con bombas quisieron alimentar el odio. Malditas sean las ideas manchadas con sangre. Malditos sean (todos) los asesinos. Maldita sea la impotencia y malditas sean las lágrimas. Maldito sea el olvido de nuestra historia. Maldita sea, también, la pobreza. Maldita sea la justicia en manos del rencor.  Maldita sea la indiferencia.

Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

20 COMENTARIOS

  1. Mijael, ¿ cómo has podido sentir, vivir y transmitir tan intensamente un horror que nunca viste..? me lo has hecho vivir a mí de nuevo….primero me hiciste llorar , ahora me indigno contigo, malditos sean.

  2. Mijael, te felicito por tu artículo que nos recuerda el nunca olvidar esta infame época de nuestra historia reciente. Nosotros la vivimos muy de cerca porque la abuela de Nicolas vivía en el pasaje Tarata y ese día empezó a dejar de vivir. Las Imágenes, que hasta hoy tenemos grabadas de esa noche y los días siguientes, siempre nos acompañarán, y así de ellas, recordar que no podemos permitir que esto vuelva nunca a pasar.

    • Hola tía Marisol.

      Muchísimas gracias por dejarme un comentario tan bonito y cargado de reflexión. Creo que es importante que hagamos un esfuerzo para nunca olvidar lo que pasó. Creo que solo así podremos evitar que vuelva a suceder.

      No sabía que la abuela de Nicolás vivía allí; me da una pena que solo tú comprenderás (comprendiendo que Nicolás es como un hermano para mí) .

      Gracias nuevamente y espero verte pronto. Saludos (a todos) en tu casa.

      Un beso grande,

      Mijael.

  3. Tu articulo me ha estremecido y he recordado toda la barbarie que azoto el pais, en esos años negros que no podemos olvidar, nunca como hoy los versos de Vallejo han reflejado toda su crudeza. No debemos ser indiferentes y olvidar lo que ocurrio en el pais.

    • Hola Jose.

      Muchísimas gracias por las palabras con las que me felicitas. Lo aprecio un montón.

      Maldita sea la indiferencia.

      Saludos,

      Mijael.

  4. Hola (miss) Gloria.

    Gracias, primero que nada, por dejarme un comentario tan bonito y por leerme.

    La verdad, y te juro que lo digo sin ningún amago de falsa modestia, en este casi el mérito no es mío, sino de mi amiga «María Sofía» que me ha permitido vivir con ella (por medio de sus palabras) todo el horror que yo he tratado de recoger.

    Te mando un beso, y estoy seguro que debe ser curioso leer un beso de alguien a quién le enseñaste a escribir su nombre.

    Mijael.

  5. En Trujillo también se dieron bombas y un familiar mio casi fue presa de ello. Excelente articulo, merece difundirlo para aquellos quienes pese a su corta edad no pueden ver la dimensión que le has dado al porque el comunismo y la izquierda radical es tan nefasta; felicitaciones !!

    • Hola Carlos.

      Gracias por el comentario y -más todavía- por las felicitaciones.

      No me cabe ninguna duda de que la barbarie terrorista golpeó también a Trujillo. Una época que sin duda debe ser, como bien dices, recordada para evitar que cualquier radicalismo utilice la violencia para perseguir sus fines.

      Muchísimas gracias nuevamente y saludos,

      Mijael.

  6. Buen articulo. Felicitaciones. Creo que sería bueno que los limeños recordemos no solamente Tarata sino todos los atentados que se vivieron en el interior de nuestro Peru.

    • Hola Diego.

      Gracias por el comentario y por las felicitaciones.

      Yo también creo que es bueno que se recuerden todos los acontecimientos que desangraron al país durante los años del terror. Creo, sin embargo, que es (o era) pertinente recordar Tarata el día de la publicación de este artículo; un día como ese hace veinte años fue el atentado.

      Es normal (y muy humano) recordar sucesos el día en que se dieron. (Es por eso que cumples años el día que naciste, y es por eso que se celebran ritos religiosos cada vez que se conmemora un año más de la muerte de alguien).

      Me parece importante recordarlo todo, pero me parece más importante no permitir que la corrección política que buscamos demostrar quite el énfasis que este (así como el resto de fechas) requiere en la memoria.

      Saludos,

      Mijael.

  7. Si bien el artículo tiene sus puntos, es muy largo para lo que quieres contar. Para escribir en una web se debe escribir textos cortos, no largos y excederse en banalidades que no van con el caso (como la descripción física de tu amiga).
    Más allá que el tema del terrorismo es importante recordarlo más en estas épocas de olvido colectivo, no entiendo qué relación tiene esto con el Derecho. Por tu estilo de escribir (de escritor de cuentos o novelas) sería mejor que tuvieras un blog y escribas tus opiniones ahí. Eso sí, alguien te tiene que enseñar a puntuar porque lo haces fatal.
    Saludos,

  8. Crítica recibida.

    Haré lo posible por poner mejores signos de puntuación. Escribiré textos más cortos. Haré un blog.

    Saludos.

    Mijael.

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