En el Perú hay dos sectores de la política nacional que llevan más de diez años discutiendo sobre si la época de violencia subversiva que experimentamos en los ochentas y noventas debería categorizarse como un “conflicto armado” o como “mera delincuencia terrorista”. Por un lado, la izquierda progresista, defensora del “conflicto armado”, argumenta que lo ocurrido en esos años sólo puede ser entendido en su real dimensión como un conflicto que enfrentó al Estado y los grupos armados de Sendero Luminoso y el MRTA. De otro, la derecha conservadora, proponente de la “mera delincuencia terrorista”, argumenta que hablar de conflicto armado implica legitimar la acción de dos grupos sanguinarios, que se verían premiados con un reconocimiento de beligerancia que no les corresponde y que más bien les otorga injustificadamente una serie de beneficios que ponen en desventaja la labor de las fuerzas del orden. ¿Quién tiene razón?

De acuerdo con el Derecho Internacional Humanitario, la determinación de cuándo existe un conflicto armado no internacional (es decir, entre un Estado y un grupo no estatal) depende de que se determine (i) que la violencia armada sea prolongada (lo que depende de su intensidad) y (ii) que el grupo armado tenga un nivel de organización suficiente. Así pues, no cualquier tipo de violencia doméstica califica como “conflicto armado”.

Por ejemplo, en el extremo inferior del umbral, las protestas sociales del tipo que sucedieron recientemente en Cajamarca o las que sucedieron en Bagua o el Puente Montalto no calificarían como conflicto armado porque ni se trata de violencia lo suficientemente intensa ni los actores involucrados estaban lo suficientemente organizados.

Por el contrario, en el extremo más alto, es bastante evidente que el tipo de violencia experimentada recientemente en Libia, en donde el país efectivamente se partió en dos –un ejército pro Qadaffi y un ejército anti-Qadaffi- sí califica como conflicto armado: la violencia experimentada en Libia estuvo a la par de la que podríamos encontrar en cualquier guerra moderna y el Consejo Nacional Transitorio Libio en efecto llegó  a organizarse como un gobierno propiamente dicho, con ministros, embajadores e incluso una segunda capital: Benghazi.

La duda recae, empero, en las situaciones intermedias. Por ejemplo, ¿calificarían como conflictos armados la lucha anti-terrorista alemana en contra de la Banda Baader-Meinhoff, la italiana contra las Brigadas Rojas o tal vez la experiencia británica en Irlanda del Norte? Sin duda se trata de casos complicados en donde la determinación debe hacerse caso por caso.

En la jurisprudencia comparada los tribunales internacionales han evaluado, por ejemplo, datos como el tipo de armas que se usaba, el involucramiento o no de las fuerzas armadas, el número de víctimas y desplazados, el modus operandi de las fuerzas del orden en las zonas de violencia, etc. En el caso peruano, sin duda muchos de estos escenarios se concretaron: el uso de la fuerza armada fue esencial en la victoria sobre los grupos terroristas, hubo un gran número de víctimas, el uso de helicópteros y armas automáticas de gran calibre era común y, tal vez lo más importante, nuestras propias fuerzas armadas participaron en el conflicto conscientes de que, cuando entraban en una «zona roja», entraban a una zona en donde podían disparar a y ser disparados por los subversivos. Después de todo, como señala el propio ejército:

«La estrategia operativa que se puso en práctica desde los primeros días de enero de 1983 consistía en la ocupación militar del territorio en las provincias puestas en situación de emergencia, para ejercer el control táctico de las poblaciones, las vías de comunicaciones y puntos críticos en general. La 2a. DI [División de Infantería] estableció para ese objeto, alrededor de 60 bases contrasubversivas, incluso las controladas por la Infantería de Marina en la provincia de Huanta. Estas bases protegían las principales comunidades campesinas, especialmente las que habían sido controladas por Sendero.

Las operaciones militares destinadas a destruir la organización senderista y ejercer el control territorial de la zona de emergencia, mediante un intenso patrullaje, con el apoyo de helicópteros del Ejército y la Fuerza Aérea, fueron combinadas con actividades de apoyo a la comunidad que incluían la provisión de víveres y medicinas, en coordinación con los organismos estatales pertinentes, por lo que las Fuerzas del Orden (FFO) ganaron la simpatía y el apoyo de la población, en las ciudades y en el campo».

De esta forma, lo ocurrido en el Perú no fue una simple búsqueda de delincuentes que arrestar, sino que implicó, en palabras de la Directiva 01-PE-DI-JUN 86 JUL 90 del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, realizar «acciones disuasivas, represivas y/o de pacificación destinadas a neutralizar, desorganizar y/o destruir todo foco subversivo, para restablecer el orden interno» con la intención de «destruir y/o neutralizar la Organización Político-Administrativa (OPA)» de los subversivos (ver Informe d ela CVR, Tomo II, pp. 282-283).

Así pues, si bien es cierto que la situación nunca alcanzó los niveles de una guerra civil tal como esta es entendida tradicionalmente, también es cierto que se trató de una confrontación que excedió, en gran medida, la mera acción policiaca (que, para empezar, ¡no suele implicar el uso de helicópteros de guerra y el establecimiento de bases militares!). Por ende, dadas las circunstancias en que se desarrolló la lucha contrasubversiva, debe concluirse que en nuestro país sí hubo un conflicto armado. ¿Significa esto algún perjuicio al país? ¿Implica esto que ahora Sendero Luminoso tiene mejores armas para defenderse que nuestras tropas? ¿O quizás es que hemos legitimado la acción de Sendero otorgándoles condición de beligerante? En otras palabras, ¿qué significa realmente concluir que hubo un conflicto armado en nuestro país?

La mejor forma de entender qué implica realmente la existencia de un conflicto armado es comparando el régimen legal aplicable a los conflictos armados con el régimen legal aplicable en tiempo de paz.

Así pues, en tiempo de paz, el uso de fuerza letal por parte del Estado está, por regla general, prohibido. El Estado no puede simplemente disparar en contra de los ladrones, los pirañitas y los mineros informales que toman carreteras. En tiempo de paz, rige el régimen legal del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que en buena cuenta señala que únicamente puede usarse la fuerza letal cuando sea absolutamente necesario. Cualquier otro uso de fuerza letal en tiempo de paz será una violación de los derechos humanos. Así pues, si existe cualquier otro medio válido para detener a un delincuente que no implique matarlo, deberá preferirse ese método, salvaguardando así el derecho a la vida.

Bajo este esquema entonces, se puede usar fuerza letal en contra de un secuestrador que está amenazando con matar un rehén, se puede usar fuerza letal en contra de un terrorista que tiene un detonador en su mano y una bomba amarrada al pecho y se puede usar fuerza letal en contra de un delincuente que se está abalanzando en contra de un policía con un cuchillo en las manos. Sin embargo, cualquier otro supuesto en donde no haya una situación de defensa propia o peligro inminente, no importa cuán cruento y cuán desalmado sea el individuo que se tiene por delante, simplemente no se puede usar fuerza letal: el Estado debe encargarse de arrestar a la persona en cuestión y someterlo a un juicio justo; todo lo demás constituye una ejecución extrajudicial.

Sin embargo, cuando se llega a la determinación de que existió un conflicto armado, el estándar aplicable cambia y pasa a ser interpretado a la luz del Derecho Internacional Humanitario. Según este estándar, el uso de la fuerza letal se expande ya no según la existencia de una necesidad absoluta, sino en base al status personal del objetivo en cuestión. ¿Qué quiere decir esto? Pues, evitando los tecnicismos, significa que todo el que se levante en armas y combata en contra del gobierno es un objetivo militar válido y puede, en principio, ser aniquilado.

En palabras de la propia Comisión Interamericana de Derecho Internacional:

«Concretamente, cuando civiles (…) asumen el papel de combatientes al participar directamente en el combate, sea en forma individual o como integrantes de un grupo, se convierten en objetivos militares legítimos. En tal condición, están sujetos al ataque directo individualizado en la misma medida que los combatientes. Por consiguiente, en virtud de sus actos hostiles, los atacantes [pierden] los beneficios de las precauciones antes mencionadas en cuanto al ataque y contra los efectos de ataques indiscriminados o desproporcionados, acordados a los civiles en actitud pacífica».

Como puede verse, el estándar es mucho más amplio que en tiempo de paz: ya no se necesita que el subversivo esté efectivamente representando un peligro inminente, basta nada más constatar que el objetivo es, en efecto, alguien que está combatiendo al gobierno.

Pero y ¿cómo se determina esto? Pues bien, la Cruz Roja Internacional ha publicado una Guía Interpretativa para asistir a los gobiernos a determinar cuándo una persona califica como objetivo militar válido en un conflicto armado y cuándo no. En términos técnicos, califica como objetivo válido todo aquél que sea miembro de Sendero Luminoso bajo una «función continua de combate» o aquellos que “participen directamente en las hostilidades».

Participa directamente en las hostilidades toda persona que levante un rifle y dispare contra el Estado, mientras esa participación sea efectiva. Es decir, un campesino que se alía momentáneamente en contra del ejército puede ser un objetivo ese día, pero si al día siguiente el campesino ha regresado a su chacra y ya no está atacando al ejército, pues ya no podrá dispararse en su contra, sino que deberá arrestársele para que rinda cuentas al Estado en un proceso justo por su intervención no autorizada en las hostilidades.

Pero y ¿qué sucede con la persona que es campesino de día y senderista de noche? De acuerdo con la Cruz Roja, este campesino tiene una “función continua de combate” y, por tanto, pierde su condición de civil de forma más permanente. En este escenario, un campesino que realiza ataques contra el ejército de forma regular puede ser considerado un objetivo militar válido incluso si en el momento exacto de la redada no tiene un fusil en la mano.

Ahora, si bien en conflicto armado puede atacarse a los participantes sin necesidad de que exista una necesidad absoluta o un peligro inminente, el Estado sí debe brindar plena protección a lo que se denomina “personas protegidas” que, en buena cuenta, son (i) los civiles y (ii) los participantes del conflicto que queden hors de combat.

Son civiles las personas que no participan directamente en las hostilidades y/o no tienen una función continua de combate, en cambio, quedan hors de combat (o fuera de combate) aquellos participantes directos que son heridos, están enfermos o de cualquier otra forma ya no representan un riesgo para las fuerzas del orden. En otras palabras, en un conflicto armado el Estado puede hacer un uso mucho más flexible de la fuerza letal, pero sólo en contra de aquellas personas que en efecto representan un riesgo para la nación.

Esto, por ejemplo, es lo que distingue las normas de derecho internacional aplicables en conflicto armado de las nociones justificativas que pululan por la política nacional según las cuales es legítimo aniquilar a quienquiera que sea catalogado de terrorista. Así, se suele justificar, por ejemplo, el crimen de La Cantuta afirmando que las víctimas eran senderistas. Sin embargo, incluso dando por cierta esta acusación, en la medida en que los estudiantes estaban ya bajo el control de las fuerzas del orden al momento de su ejecución, no representaban un verdadero peligro para nadie y más bien estaban hors de combat. En estas circunstancias, su asesinato fue ilegal tanto bajo el Derecho de los Conflictos Armados como bajo los Derechos Humanos y lo que se debió hacer más bien era llevarlos a juicio para demostrar su participación ilegal en las hostilidades y proceder con su condena y aprisionamiento.

Así pues, no es cierto tampoco afirmar que en tiempo de conflicto el Estado pueda hacer lo que se le dé la gana. Todo lo contrario, bajo el Derecho Internacional Humanitario, la acción del Estado queda limitada por tres principios básicos: distinción, necesidad militar y proporcionalidad.

El principio de distinción señala que sólo pueden dirigirse ataques en contra de aquellas personas que en efecto sean participantes en las hostilidades. Ninguna acción del Estado puede implicar el uso de la fuerza letal dirigida en contra de civiles inocentes. El principio de necesidad militar implica que sólo son válidas aquellas operaciones que en efecto sirvan un propósito bélico real, es decir, no se puede disparar por disparar, sino sólo disparar si es que ese disparo ayudará realmente a ganar el conflicto. Finalmente, el principio de proporcionalidad determina que sólo son válidas aquellas operaciones en donde el costo en vidas civiles sea proporcional a la ventaja militar alcanzada.

Así, por ejemplo, en un conflicto armado, el Estado no puede hacer una redada en un pueblo de la sierra y matar a todos los presentes sólo porque tenga sospechas de que algunos son terroristas, precisamente porque eso violaría los tres principios antes mencionados.

Como puede verse, entonces, no es cierto que la existencia de un conflicto armado limite la acción del gobierno en la lucha contrasubversiva. Todo lo contrario, la amplía. El régimen existente durante los conflictos armados es mucho más permisivo que el existente en tiempos de paz. El Estado no está obligado a esperar hasta el último momento posible antes de disparar, sino que basta que esté seguro de que el objetivo es, en efecto, un objetivo válido, y que se cumple con los tres principios antes mencionados. Lo que sucede, sin embargo, es que tampoco es un cheque en blanco para que el Estado haga lo que desee cuando lo desee, y eso es lo que aparentemente molesta a quienes justifican las violaciones de los derechos humanos; lo que, al final, no deja de ser curioso, en la medida de que muchas veces son las mismas personas que no creen que el Estado sea un administrador eficiente de nada las que al mismo tiempo, parecen confiar en que un Estado desatado, que tenga permiso de torturar y ejecutar prisioneros, pueda ser lo suficientemente «eficiente» como para ser inclemente únicamente con quienes «se lo merecen».

Sin embargo, ¿qué hay del argumento de que el conflicto armado legitima las acciones de Sendero Luminoso porque le otorgan condición de beligerante?

En realidad, la existencia de conflicto armado es una situación totalmente diferente a la del reconocimiento de beligerancia, que más bien es una institución en vías de extinción precisamente por lo inconveniente de sus consecuencias.

En efecto, cuando un Estado reconoce la beligerancia de los subversivos, lo que hace es destruir el carácter no internacional del conflicto, pasando a reconocer su internacionalidad, lo que en buena cuenta significa reconocer que el grupo armado no estatal tiene un motivo justificado para alzarse en armas y que, por ende, a sus integrantes les asiste el trato de prisionero de guerra, que significa que, si son capturados, no podrán ser sancionados penalmente por los delitos domésticos que sean causados por su alzamiento en armas, sino sólo por aquellas violaciones del Derecho Internacional Humanitario que cometan. En otras palabras, mediante el reconocimiento de beligerancia el Estado declara que, en todo cuanto concierna a su esfuerzo bélico, el grupo armado en cuestión será tratado como si fuese un Estado más, con todos los derechos y privilegios que ello implica.

Lo que ocurre en un conflicto armado no internacional, en cambio, es el absoluto opuesto de lo que ocurre con un reconocimiento de beligerancia. En estos casos, no existe trato de prisionero de guerra y a los subversivos no se les reconoce ningún derecho a alzarse en contra del Estado, por lo que sí pueden ser sancionados penalmente tanto por delitos domésticos como por crímenes contra el Derecho Internacional Humanitario.

Ahora bien, hay que tener en cuenta que si la existencia de un conflicto armado no precluye la posibilidad de denunciar penalmente a los terroristas por sus delitos, no quedaría más conclusión que admitir que conflicto armado y delincuencia terrorista son nociones perfectamente compatibles, en el sentido de que nada en el Derecho Internacional Humanitario impide que se trate a los terroristas como participantes ilegales en hostilidades en contra del Estado y como delincuentes al mismo tiempo.

En todo caso, lo que sorprende del caso peruano descrito al inicio de este artículo es que, en teoría, dadas las características de los regímenes legales aplicables en tiempo de paz y en tiempo de conflicto, tradicionalmente son las izquierdas progresistas, temerosas de los abusos que pueda cometer el Estado, las que suelen buscar las interpretaciones que más restrinjan la aplicación del régimen legal de los conflictos armados, buscando en vez regular la acción del Estado por el régimen menos permisivo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. En cambio, sucede lo contrario con las derechas conservadoras que, deseosas de poder lidiar con el terrorismo de las formas más amplias y flexibles posibles, suelen preferir el régimen aplicable en los conflictos armados por sobre el aplicable en tiempos de paz. Esto es, por ejemplo, lo que sucede actualmente en el caso de Estados Unidos, en donde los progresistas se oponen a la existencia de un conflicto armado con al-Qaeda mientras que los conservadores lo apoyan.

Lo curioso, entonces, es que en nuestro Perú sucede exactamente lo opuesto: Es nuestra izquierda progresista la que se esmera en demostrar que hubo un conflicto armado, al mismo tiempo que asume las interpretaciones legales más restrictivas para condenar la respuesta contrasubversiva del Gobierno; y es nuestra derecha conservadora la que más se resiste a su aplicación al mismo tiempo que critica a los progresistas por no querer combatir al terrorismo de la forma más flexible posible.

Este debate entre progresistas y conservadores, entonces, termina siendo un sinsentido que se aleja del interés general del resto (y mayoría) del país, que, en estas épocas de paz y progreso, más que cerrados debates ideologizados, necesita una real reconciliación que nos una como nación.

Por ende, es importante tener presente que en el Perú de los ochentas y noventas hubo ambas cosas: conflicto armado Y delincuencia terrorista.

1 COMENTARIO

  1. Este artículo ayuda enormemente ha esclarecer un debate respecto a la calificación jurídica al periodo que vivió nuestro país cuando SL inició sus acciones contra la sociedad y el Estado. Agregaría al tema un comentario sobre la parte final del art. 3 común a los Convenios de Ginebra, respecto a que su aplicación no altera el estatus jurídico de las partes, que bajo la legislación peruana fueron actos terroristas los cometidos por SL, por lo cual fueron condenados sus autores.

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