En los últimos días, la reciente sentencia de la Corte Internacional de Justicia en el caso de la Delimitación Marítima y Territorial entre Nicaragua y Colombia ha dado mucho de qué hablar. Más que su contenido, sin embargo, lo que parece estar en boca de todos es la idea de que «Colombia no va a acatar el fallo».

Todo empezó el 19 de noviembre pasado cuando el Presidente Colombiano, Juan Manuel Santos, declaró que la Corte cometió «omisiones, errores, excesos, inconsistencias, que no podemos aceptar» y que Colombia «rechaza enfáticamente ese aspecto del fallo». Estas afirmaciones fueron luego exacerbadas con las declaraciones al día siguiente del ex Presidente Colombiano Álvaro Uribe que dijo tajantemente que «Colombia debe de hacer como que esta sentencia no existe». Días después, finalmente, Colombia anunciaría que denunciaría el Pacto de San José, por el que reconoce la competencia de la Corte Internacional.

Por supuesto, con estos antecedentes, no es de sorprender que la reacción mayoritaria haya sido concluir que Colombia no va a cumplir con la sentencia de la CIJ (ver aquí, aquí y aquí por ejemplo). Yo soy, sin embargo, más optimista, y creo que, al menos en este caso, sea al largo o mediano plazo, Colombia terminará cumpliendo voluntariamente el fallo.

De seguro muchos ya me habrán tildado de idealista, de alguien que cree en la efectividad de un Derecho que no sólo carece de medios coercitivos comparables a los que existen en el ámbito doméstico, sino que (como ya varias veces me han dicho) «no existe» y que más bien la historia demuestra que, en el ámbito internacional, «los poderosos hacen lo que quieren y los débiles lo que pueden».

Creo, sin embargo, que caracterizar mi posición de esa forma sería inexacto. De hecho, no pretendo plantear que el Derecho Internacional ni la Corte Internacional de Justicia tengan un récord de cumplimiento perfecto. Hay casos clarísimos de incumplimiento como el de las Actividades Militares y Paramilitares en y contra Nicaragua (incumplimiento de Estados Unidos) y el de las Pesquerías Islandesas (incumplimiento de Islandia) que simplemente no pueden negarse. Estos casos, sin embargo, no son la regla, y más bien se caracterizan por haber sido litigados en condiciones específicas que, por motivos de espacio, no viene al caso analizar en esta oportunidad. En efecto, a diferencia de lo que la creencia popular podría considerar, la mayoría de casos ante la CIJ son cumplidos por las partes, incluso en aquellos casos en los que, como en Nicaragua-Colombia, las partes no estaban inicialmente de acuerdo en acudir a la Corte.

Lo que sucede es que, cuando un Estado se enfrenta a una norma que –en términos coloquiales- simplemente no le gusta, debe tomar una decisión sobre si la cumple o no. Como todo en la vida, sin embargo, existe un costo de oportunidad con esta decisión. Cumplir una sentencia implica costos y beneficios e incumplirla también. En última instancia, los Estados deben considerar qué es lo que más les conviene: incumplir (y evitar que se materialicen los mandatos de la Corte al costo de aparecer como un incumplidor de normas ante el resto de Estados) o cumplir (y sufrir las consecuencias negativas del fallo, a cambio de estar en el lado de los países serios que cumplen con sus compromisos).

Por supuesto, a primera vista, este asunto de «quedar bien con la Comunidad Internacional» parece un beneficio insignificante, que difícilmente disuadirá a un Estado a aceptar contingencias con las que no está de acuerdo. Sin embargo, una buena forma de apreciar este efecto es entender el incumplimiento como una piedrecilla en el zapato. No hay problema con aguantarla por unas horas, quizás hasta un día entero; pero y ¿seis meses?, ¿un año?

Sucede pues que el Derecho Internacional no es (a diferencia de lo que muchos creen) un bienintencionado pero inocente invento de unos cuantos abogados en Ginebra o La Haya. Todo lo contrario, son los propios Estados los que crean las normas internacionales (sea vía tratados o costumbre); y los Estados crean estas normas porque, en buena cuenta, las necesitan para satisfacer sus intereses nacionales. Después de todo, es lógico que entes soberanos e independientes como los Estados de hoy en día, que toman decisiones en base a su propia conveniencia en el marco de un gran juego llamado Política Internacional, busquen tener reglas claras que les permitan determinar qué jugadas están permitidas y qué jugadas no. Lo contrario, es decir, la ausencia de normas, llevaría a un desgaste innecesario de escasos recursos políticos, que elevarían las tensiones entre Estados que se acusan mutuamente de estar equivocados sin un referente que les permita llegar a una solución práctica. La seguridad jurídica, al fin y al cabo, es un bien preciado tanto dentro como fuera de las fronteras de los Estados.

Así pues, en la medida en que los Estados necesitan del Derecho Internacional para alcanzar sus objetivos y satisfacer sus intereses, es de presumir que tendrán que cumplir con un cúmulo mínimo de normas como para garantizarle al resto de Estados que no están simplemente «pateando el tablero» cuando les conviene. Es decir, el escenario menos costoso para un Estado sería –en teoría- una situación en donde sus vecinos tienen que cumplir siempre con las normas (incluso cuando no quieren hacerlo) al mismo tiempo que él pueda evitar cumplir las normas que le resulten poco atractivas. Este escenario, sin embargo, es de imposible realización, puesto que, al ver que su contraparte nunca cumple las normas, los demás Estados empezarían a incumplirlas también, para perjuicio de todos. En resumidas cuentas, entonces, un Estado debe cumplir las normas en una manera proporcional a la importancia que el Derecho Internacional tiene para su política exterior. Así, un Estado como Estados Unidos, que cuenta con enormes cantidades de poder económico y militar, puede darse el lujo de incumplir un mayor número de normas internacionales que países como los de Sudamérica, que en ausencia de poder militar y económico deben acudir a la fuerza de las leyes más a menudo.

Ahora bien, esto requiere a su vez de dos precisiones. La primera, es que esto no significa que existan países completamente inmunes a las restricciones del Derecho Internacional. Incluso Estados Unidos, con todo su poderío militar y económico, enfrentó serios problemas diplomáticos durante la década pasada gracias a las políticas de George W. Bush. Incluso, durante su segundo mandato (y esto es algo que no mucha gente sabe) la Casa Blanca lanzó un intensivo tour por Europa en donde el entonces Asesor Legal del Departamento de Estado, John B. Bellinger, intentó convencer a sus socios europeos de que Estados Unidos sí cumplía con el Derecho Internacional. Todo este esfuerzo no tendría mucho sentido si las normas internacionales no tuviesen efecto sobre Washington y menos aún tendría sentido que una de las primeras decisiones de Barak Obama en la Casa Blanca haya sido derogar las directrices que autorizaban la tortura en contra de las obligaciones internacionales de Estados Unidos en materia de derechos humanos.

La segunda precisión –y esto tiene ya más que ver con el tema que nos acoge- es que no todas las normas generan el mismo efecto cuando son incumplidas. De hecho, hace no mucho, Colombia incumplió el Derecho Internacional cuando atacó un campamento de las FARC en territorio ecuatoriano sin que esto generara mayores consecuencias para Bogotá (un incómodo apretón de manos y unos cuantos problemas diplomáticos con Correa bastaron para que se saliera con la suya). Incumplir una sentencia de la Corte Internacional de Justicia, sobre todo en materia de delimitación territorial o marítima, sin embargo, es otra historia. La señal diplomática que se envía es completamente diferente y acarrea un costo mayor de lo que podría implicar, por ejemplo, que un país incumpla con sus cuotas de reducción de emisiones bajo el Protocolo de Kyoto. El incumplimiento de una sentencia CIJ crea una situación de incumplimiento continuado en un escenario ampliamente público y en donde los derechos de cada parte están ya perfectamente establecidos. En un mundo que prohíbe la anexión forzosa de territorios, permanecer en posesión de una zona cuando ya se sabe que no es propia es una muy mala señal.

Así pues, si Colombia decidiese en efecto incumplir con el fallo, tendría que sostener indefinidamente una condición de «Estado incumplidor» y tendría que aferrarse por la fuerza a estas zonas sin ninguna certeza de que, en el futuro lejano, vaya a poder mantener la situación estable. Esto no sólo envía una mala señal a Estados con los que Colombia tiene que negociar y tratar periódicamente (tanto amigos como rivales), sino que crea inseguridad jurídica incluso para los negocios en la zona porque crea un problema que simplemente no tiene otra solución más que una cada vez más embarazosa retractación colombiana (sin mencionar el riesgo de tener que ser arrastrado por Nicaragua al Consejo de Seguridad de la ONU). Puede ser, entonces, que al corto plazo el costo de no cumplir parezca pequeño, pero cuando se le extiende en el tiempo por 5, 10 ó 15 años, cambia el panorama.

Por ende, yo creo más bien que Colombia sí va a cumplir con el fallo de La Haya y, es más, creo que las declaraciones que se han emitido hasta este momento no indican lo contrario. Por ejemplo, si se analizan las declaraciones del Presidente Santos, podrá notarse que éste en ningún momento dijo que no se iba a acatar el fallo. Simplemente dijo que el mismo tenía errores y que se rechazaba ese aspecto de la sentencia; no la sentencia en su conjunto. Es más, el 20 de noviembre, un día después de estas declaraciones de Santos, la Canciller Colombiana María Ángela Holguín, respondió en conferencia de prensa que «no estamos explorando la posibilidad o no de acatar o no el fallo. Lo que queremos es antes de tomar una decisión, tener claridad absoluta sobre el fallo (…) aquí no se ha dicho que no lo vamos a acatar». Por su parte, en sus últimas declaraciones, el propio Presidente Colombiano señaló que «por ahora» no se cumpliría la sentencia, mencionando que no se acatará la decisión «hasta no garantizar que [los] derechos [de los colombianos] estén bien defendidos».

Aquí hay que leer entre líneas. Definitivamente la decisión de la Corte ha sido un duro golpe para los colombianos y, según la evaluación que parece haber hecho el Gobierno Colombiano, aparentemente ellos no entenderían que su país sólo se limite a acatar la sentencia sin hacer nada al respecto. Los Gobiernos, después de todo, no sólo deben ser conscientes de su frente externo, sino también de sus audiencias internas. Pero y ¿cómo resolver una situación en donde la audiencia interna rechaza el fallo, pero el frente externo requiere que este se cumpla? La única salida es lo que estamos viendo: No cumplir hasta que se satisfagan determinados puntos establecidos por Colombia.

Lo más probable, por ende, es que Colombia presente un pedido de revisión del fallo (un recurso que sólo sirve para que la Corte pueda explicar aquellos aspectos que, según Colombia, no han quedado claros en su decisión, sin revisar el fondo) y que, a la par, busque negociar con Nicaragua términos de implementación que le permitan salvaguardar algunos puntos importantes de su agenda interna, como pueden ser aspectos pesqueros o de recursos naturales. Sólo luego de que termine el procedimiento de revisión de la Corte y una vez que se cuente con un acuerdo con Nicaragua para la implementación del fallo, es que el Gobierno Colombiano podrá voltear a donde su pueblo y decir que se hizo todo lo posible por lograr mejorar una situación adversa y que ahora, a pesar de que duela, es momento de cumplir el fallo.

Pero no sustento mi posición en meras especulaciones. Digo lo que digo porque, en realidad, no sería la primera vez que pasa. En 2002, la Corte Internacional de Justicia emitió su sentencia en el Caso para la Delimitación Marítima y Territorial entre Camerún y Nigeria. Uno de los puntos más controvertidos era la determinación de la soberanía de la Península de Bakassi, una zona rica en petróleo y, en ese entonces, bajo ocupación militar nigeriana. La Corte, sin embargo, determinó que la península le pertenecía a Camerún (un Estado menos poderoso militar y económicamente que Nigeria).

Tal como sucedió esta vez con Colombia, la reacción inicial Nigeriana fue tajante: A los pocos días de emitida la sentencia, el 24 de octubre de 2002, la Administración del Presidente Obasanjo acusó a los jueces de la Corte de ser colonialistas y declaró que la sentencia era «virtualmente nula». Al poco tiempo, sin embargo, el 13 de noviembre, el Ministro de Relaciones Exteriores de Nigeria, Dubem Onya, aclaró que «Nigeria no rechazó el veredicto, lo que Nigeria hizo fue resaltar las áreas grises, los vacíos de la sentencia» (Hasta aquí, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia). Luego, un año después, el 29 de octubre de 2003, el discurso era ya completamente diferente: «Quiero asegurarle» –señaló el Ministro de Justicia nigeriano Akin Olujinmi- «que continuaremos cumpliendo con nuestro compromiso de respetar la sentencia de la CIJ». Finalmente, el círculo se cerró por completo en 2006, cuando el propio Obasanjo –aquél que dijera que ese mismo fallo era nulo- apareció en televisión nacional anunciando que Nigeria cumpliría la sentencia. Dos años después, en agosto de 2008, Nigeria culminaría el proceso de entrega dando cumplimiento a la sentencia.

¿Qué cambió entre 2002 y 2006? Simple: Nigeria y Camerún firmaron un acuerdo transitorio para la implementación de la sentencia en un periodo de cinco años que básicamente hacía frente a las principales contingencias nigerianas. Así, por ejemplo, a los habitantes nigerianos de Bakassi se les dio la opción de ser reubicados si querían, o quedarse en Bakassi con la garantía camerunesa de proteger su seguridad y bienestar, respetando las diferencias culturales y lingüísticas de la zona.

Así pues, tal como afirmó el Fiscal de la Nación de Nigeria durante la Ceremonia de Entrega de Bakassi, el 14 de agosto de 2008, «las ganancias hechas en adherirnos al estado de derecho pueden sobrepasar las dolorosas pérdidas de hogares ancestrales». El mismo análisis aplica, creo yo, para el caso colombiano.

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