Por: Javier Serra Callejo

Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid

Republicado con permiso. El artículo original se encuentra aquí.

En este post propongo, no sin cierto pudor, dejar de lado por un día los sobresaltos que nos da la actualidad y tratar un tema en el que se entrecruzan la Física, la Filosofía y el Derecho. El asunto viene algo a cuento, no obstante. Últimamente se han debatido en este Blog ciertas cuestiones éticas y ha salido a colación el relativismo moral. Hete aquí que a veces se busca sustento para esa postura filosófica (no hay una moral universal, todo depende del color del cristal con que se mire) en la teoría de la relatividad de Einstein. Pues bien, eso no sería correcto. Y tampoco lo contrario, esto es, que la relatividad no contenga ninguna enseñanza filosófica. Antes bien, utiliza un método de razonamiento exportable a cualquier ámbito del saber. Es más: como también se ha sugerido en el Blog, la separación entre disciplinas es algo en buena medida artificioso, pues los problemas son únicos y no están divididos en secciones académicas.

Para ilustrar todo esto, viene al dedillo un ejemplo que hallé en un libro de divulgación científica (El Tejido del Cosmos, de Brian Greene). A fin de explicar un aspecto de la teoría de Einstein (la relatividad de la simultaneidad), el autor monta una suerte de juicio o arbitraje. Se celebra un duelo en un tren en marcha. El árbitro (al que llamaré Don Tren) está situado en el centro del vagón y los duelistas (Cola y Frontal) en sus extremos. Para señalar el comienzo de la contienda, Don Tren enciende una bengala; cuando el fogonazo (que es luz) impacta en las retinas de Cola y Frontal, estos disparan con sus pistolas láser (también luz). La cuestión a juzgar es: ¿es justo un duelo así configurado? Uno tiende a pensar: “depende de si los contrincantes tienen igualdad de trato, esto es, reciben sus avisos simultáneamente…”

Para contestarlo, Don Tren razona así: en su marco de referencia (el vagón) la luz recorre espacios iguales en ambas direcciones; según Einstein, lo hace a velocidades idénticas en ambos casos; luego llega a los dos duelistas a la vez. Don Tren, en consecuencia, levanta la bandera verde: hay fair play. Pero aparece un segundo juzgador, Don Andén. Este se halla situado junto a Don Tren en el momento en que se enciende la bengala, pero parado en el andén. Tiene, por tanto, una circunstancia distinta, una perspectiva diversa. Y esto le conduce a una conclusión diferente: para él, el tren se mueve y por eso el aviso que viaja hacia Cola recorre un espacio inferior (pues su diana se acerca), mientras que el que persigue a Frontal anda un trecho superior (ya que su objetivo se escapa); ahora bien, según Einstein, la luz se desplaza (también para Don Andén) a igual velocidad en ambas direcciones; ergo el fogonazo avisa a Cola antes que a Frontal. Don Andén agita, por ende, la bandera roja, mientras chilla foul play!

Como se puede apreciar, el lío se debe a esa llamativa regla, formulada por Einstein, según la cual la velocidad de la luz es la misma para todo observador, con independencia de su estado de movimiento. Esto nos choca, porque estamos acostumbrados a pensar que toda velocidad es relativa, mientras que el tiempo es absoluto. Mas numerosos experimentos han demostrado que es al revés: la velocidad de la luz es absoluta y es el tiempo lo que es relativo. De este modo, las dos opiniones son válidas; no hay razón objetiva para preferir una o la otra; tan verdad es que hay simultaneidad como que no la hay. Y, como resulta que ese concepto es la piedra angular de determinado juicio ético (¿es equitativo el duelo?) y jurídico (¿es válida la partida?), parece que nos viéramos abocados al odioso non liquet: en efecto, según Brian Greene, no hay veredicto posible, el duelo es justo e injusto a la vez…

¿O no? Pues no, claro que no.  El art. 1.7 de nuestro Código Civil prohíbe el non liquet y habrá que respetarlo. Para explicar cómo se consigue, abusando de la paciencia de editores y lectores del Blog, recurriré de nuevo al cuento de Cenicienta. No puedo evitarlo, porque debo mi fe en tal método precisamente a que iluminó mi camino para entender esta cuestión.

El Príncipe está perplejo porque en la zapatilla de Cenicienta caben muchas señoritas, todas las cuales proclaman que llenan el concepto de “zapateidad”. Evidentemente, estamos ante una trampa semántica: parece que ponerse el zapato “signifique” ser la novia adecuada del Príncipe, pero no ha de ser así necesariamente. Lo interesante, empero, es analizar cómo se sale del agujero: a base de empirismo. El Príncipe tiene un objetivo práctico (cazar a la esposa óptima) y cuenta con un método de medición también empírico (la zapatilla). Su reto consiste en destilar ambas cosas (medio y fin) para quedarse solo con su quintaesencia práctica: si se hace esto, se descubre en qué medida la zapatilla es un indicio suficiente y cuándo, por el contrario, no lo es y debe combinarse con otras evidencias.

Apliquemos este método al duelo. ¿Cuál es el fin, el objetivo práctico que se persigue con el concepto de simultaneidad? A poco que se escarbe bajo esa idea, lo que se halla es causalidad: lo que acaezca allá en la distancia, en uno u otro momento, nos preocupa solo en tanto y cuanto pueda tener un efecto (provocar o impedir que algo suceda) en otro sitio. Por ejemplo, si me alarma que Cola reciba antes su aviso es porque temo que de esta forma ella (o cualquier otro) pueda entonces disparar a Frontal y pillarlo desprevenido, en un acto alevoso, cuando este jugador se halla todavía en la inopia. (Esto sería la indefensión, la privación de oportunidades; hay otro objetivo relevante, la igualdad de oportunidades, que también tiene un bonito tratamiento, pero no lo abordaré en aras de la brevedad.)

Sentado lo cual, nuestro prejuicio es suponer que las distintas opiniones de Don Andén y Don Tren en punto al tiempo implican un juicio definitivo sobre dicha cuestión: si, por ejemplo, el primero levanta la mano y afirma que, según su reloj, Cola dispone de 2 segundos para obrar con alevosía, damos por sentado que, en efecto, lo puede hacer. Sin embargo, eso hay que ponerlo en cuarentena hasta que sepamos de dónde salen aquellos 2 segundos. Hay que destilar también el medio. Agarrar de las solapas a los técnicos y, conforme manda el art. 348 de la Ley Procesal española, espetarles: “Oiga, ¿cuál es el substrato empírico de su zapatilla?” En particular, si hablamos de simultaneidad de sucesos distantes, la pregunta será: “¿Cómo sincronizó Usted su reloj con el de su asistente, aquel que presencia el hecho lejano?”

Una posibilidad teórica es aquella que probablemente alienta el mencionado prejuicio: presumimos que dos relojes distantes pueden estar tan bien sincronizados como si una mano mágica que viajara entre ellos a velocidad infinita los hubiera ajustado a la misma hora de forma instantánea. No digo que consideremos ese método factible, pero sí su resultado. Y, efectivamente, si alguien afirma, apoyado en esa base experimental, que dos sucesos son simultáneos, es que –por definición- no cabe influencia causal entre ellos; a la inversa, si alguien niega la simultaneidad, es que un agente puede viajar entre ellos y conectarlos, si consigue un vehículo suficientemente rápido.

En la práctica, sin embargo, las cosas funcionan de otra manera. Se sincroniza enviando una señal de luz, cuya velocidad es enorme pero finita: el viaje requiere algún tiempo, que hay que añadir al reloj de destino. ¿Cuánto? No lo sabemos, porque de eso se trata: estamos precisamente poniendo en hora el susodicho reloj. Ante esta dificultad, Don Tren y Don Andén tiran por la calle de en medio: dejan que el pulso de luz rebote en su destino, computan el tiempo requerido por el viaje de ida y vuelta y presumen que el de ida consumió la mitad. Y aquí concurre una peculiar circunstancia: los rayos que lanza Don Andén viajan codo con codo con los que emite Don Tren, porque en el comportamiento de la luz no influye la velocidad del foco emisor. A poco que reflexione sobre ello el lector, comprenderá que esto nos aboca a la relatividad: si los pulsos de luz emitidos en direcciones opuestas regresan a la vez a la mano de Don Tren, entonces Don Andén no puede ostentar el mismo privilegio, ya que él tiene otro estado de movimiento; en concreto, el que vuelve de donde estaba Cola le debe interceptar antes y el otro después. Por eso, Don Tren ordena que sus asistentes ajusten sus relojes a la misma hora y Don Andén les dice a los suyos que los pongan en horas distintas.

Estamos, evidentemente, ante una convención. La cuestión a dilucidar es si la misma funciona: si con semejante bagaje empírico, con una zapatilla hecha de tales mimbres, se resuelve el problema planteado. La respuesta es afirmativa, por una razón que es agradable hallar en tiempos de crisis: la inconveniencia se transforma en oportunidad; a la hora de medir, nos hacía la puñeta que la luz fuera como es, pero ese mismo corsé constriñe a los duelistas en el momento de dispararse.

Ciertamente, si uno de los oponentes sacara un rifle capaz de expedir proyectiles a velocidad (pongamos) infinita, estaríamos apañados. Entonces nuestras zapatillas de andar por casa (relojes sincronizados con la convención expresada) no nos proporcionarían la respuesta. Mas no es así. De la mano de Don Tren parten avisos en direcciones contrarias. Cuando Cola recibe el suyo y dispara, su láser ya no puede bajo ningún concepto dar caza ni rebasar al que persigue a Frontal. Y si en lugar de ella disparara cualquier otra persona desde otro vehículo, nada cambiaría. Ambos Jueces lo admiten. Solo sucede que cada uno llega a esta conclusión por una vía distinta, con base en una medición diferente y por eso expresa la sentencia a su manera: según Don Tren, Cola no tiene nada de tiempo para cometer el acto alevoso; para Don Andén, Cola tiene tiempo, pero insuficiente, dada la excesiva distancia espacial que le separa de su objetivo.

En suma,  los dos juzgadores convergen, pese a sus puntos de vista diversos, en lo que cuenta: el duelo en el Tren es justo, sentencian ambos. Los caminos son relativos pero la meta es absoluta o invariante.

¿Moraleja? Verdad es que los casos reales son más difíciles de juzgar, sobre todo porque la Cenicienta (el objetivo práctico) es borroso. De hecho, si concurren “intereses” contradictorios, el problema es que, en efecto, hay varias Cenicientas, especialmente en el plano ético (cuando el fin no está cristalizado en una norma y hay que inventarlo). Pero creo que el método es útil en cuanto proporciona algunas muletas: si no hay un objetivo común, cabe crearlo mediante composición de intereses; la zapatilla es solo un medio, nunca un fin; su valor no es automático y viene delimitado por la conexión entre su origen empírico y el fin, también práctico, que se sugiera.

Por razones obvias de actualidad, ando pensando en aplicar estas ideas al concepto de nación. No creo que el ejercicio arrojara un resultado “absoluto” pero al menos sería entretenido.

NOTA: Para quienes prefieran el lenguaje geométrico y matemático, este dibujo representa el duelo y contiene las ecuaciones aplicables. En el texto me he centrado en la relatividad de la simultaneidad, pero la teoría contiene otros dos pilares imbricados con el anterior (la dilatación del tiempo y la contracción de longitudes), cuyo efecto se refleja en el dibujo. También debo advertir que la explicación ha girado en torno a la luz, aunque la conclusión sería la misma, cualquiera que fuera el mecanismo físico utilizado tanto en los actos del duelo (por ejemplo, disparos con balas convencionales en lugar de rayos láser) como en los de medición. En este otro dibujo se representa un duelo en el que se avisa con luz y se dispara con balas.

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