Publicado originalmente en el diario El Comercio. Todos los derechos del texto reservados. Republicado con permiso del autor.

“¡Asu mare!» prueba que el cine peruano puede ser comercialmente exitoso. Y, por esto último, muestra también, como señaló el lunes el editorial de este Diario, que no es necesario establecer una cuota de pantalla (es decir, obligar a que los cines reserven un porcentaje de sus funciones para películas nacionales) para lograr que no se «discrimine» a las producciones peruanas.

Ante esto, los defensores de la cuota han esgrimido un nuevo argumento: esta es necesaria para proteger al cine que no es pop y crear una «industria cultural». En cristiano, el Estado, a la fuerza, debe arrimar al cine comercial para hacerle un sitiecito a películas nacionales «cultas» que el «populacho» no sabe consumir.

Esta idea, sin embargo, esconde una actitud ligera y superficial. En una palabra, frívola. Y lo hace porque parte de la premisa de que, de plano, el arte pop (o “light”, o chancha, o como quiera llamársele) es menos importante que expresiones artísticas más sofisticadas (supuestamente las de algunos «incomprendidos» artistas peruanos), desconociendo que el valor del primero radica en las valiosas experiencias que producen en mucha gente.

«La teta asustada» me aburrió, pero “¡Asu mare!» me devolvió la sonrisa luego de un mal día. Las películas de superhéroes siempre son una buena excusa para salir con mi hermano, a quien quiero mucho pero veo poco. La música tonera me alegra porque me recuerda a mi mamá, quien ya no está conmigo, así como las películas de vaqueros siempre me recordarán a mi abuelo. Cada vez que veo una comedia de Mel Brooks asocio ese humor con buenos recuerdos de mi infancia. La música «country» me pone bien porque le agarré el gusto con mi novia. Y sé que el arte pop seguirá llenando mi vida de buenos momentos: su sencillez hace fácil conectarse con él y su ubicuidad permite que se convierta en telón de fondo de muchas experiencias importantes de la vida.

Por eso, si el Estado fuerza a sus ciudadanos a renunciar a los buenos momentos que les trae el entretenimiento pop para tratar de que consuman formas de arte con las que no conectan no solo comete una injusticia. Comete, además, una autoritaria frivolidad.

Ahora bien, este paternalismo cultural también es frívolo porque no le importa que Daniel, uno de los dueños del cine, haya arriesgado su esfuerzo, tiempo, trabajo y dinero para construir su negocio. El paternalista cultureta desconoce que todo lo que Daniel arriesga es solo suyo, por lo que nadie lo puede forzar a invertirlo en algo en lo que él no cree. Igualmente, para por alto que Rosa, que paga su entrada del cine, trabaja muy duro para poder hacerlo, por lo que nadie debería reducir sus oportunidades de usar su dinero para comprar el rato más agradable.

Y, finalmente, proponer que unos puedan suplantar las decisiones culturales de otros también es frívolo porque ignora que cada persona es dueña de su opinión, mente y espíritu. Por la misma razón que el Estado no me puede decir qué opinar o qué religión adoptar, no me debe decir qué arte preferir.

Detrás de lo pop hay mucho de humano. Por eso, lo frívolo no es consumirlo. Es por el contrario, querer obligarnos a despreciarlo.

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