Por : Carlos Meléndez

Sociólogo de la PUCP y politólogo de la Universidad de Notre Dame

Publicado originalmente en el diario El Comercio, el 23 de abril de 2013. Republicado con permiso del autor.

Corría el segundo lustro de la década de 1990. Éramos universitarios tratando de entender qué pasaba en el país. De un momento a otro,“salir a la calle” se hizo frecuente. La arbitraria destitución de magistrados del Tribunal Constitucional  (1997) derramó el vaso de la indignación. Era la primera vez que esa palabra recorría cual rumor los pasillos y las aulas.

Por entonces, el gobierno de Alberto Fujimori no era una dictadura, pero se parecía cada vez más. Marchábamos, protestábamos, nos volvimos observadores electorales para gritar “fraude” y, después, voluntarios de la transición (por ejemplo, la Comisión de la Verdad y Renconciliación). La burla sistemática al Estado de derecho por parte de Fujimori y Montesinos convirtió a mi generación –ahora treintones- en demócratas (a algunos en politólogos, diría mi colega Alberto Vergara). No importaba si eras de izquierda o de derecha. Aquel conflicto político dividió al país y de paso marcó nuestras identidades; sobre todo, nos infundió valores.

Precediéndonos habían generaciones trajinadas; restos del colapso de partidos: cuadros políticos duchos que desde ONGs, centros de investigación, o diarios, marcaban la oposición a la impunidad fujimorista. El pasado había sido sinuoso para nuestros guías, pero más importaba el presente. “Oye, pero fue velasquista”. “Oye, pero creía en la lucha armada”. Respondían nuestras dudas con “eran otros tiempos”.

Han pasado 13 años y vivimos “otros tiempos”. Muchos de los maestros de los treintones han continuado traicionándose y decepcionándonos. El patrón de sus  carreras políticas es zigzagueante: velasquista, revolucionario, demócrata anti-fujimorista, transitólogo paniaguista, embajador del nacionalismo. Hoy, debutan como chavistas post-Chávez.

Todavía el régimen venezolano no es una dictadura, pero cada vez se parece más. Porque no son necesarios fraudes (no hay pruebas contundentes) ni 5 de abriles para construir un sistema autoritario. En Venezuela no se respetan los derechos civiles y políticos de la mitad del país, se lastima sistemáticamente al pluralismo, la ley se impone según el gusto del autócrata de turno. Si eso -estimado treintón- no te parece conocido, estás listo para seguir el camino de esas generaciones mayores que ahora preparan pisco sours a los aprendices de dictador.

Las preferencias ideológicas no deben ser excusa para traicionar principios. El 30 de Setiembre del 2010 me pilló en Quito, cuando un posible golpe amenazaba la estabilidad de un gobierno elegido en las urnas. Ideológicamente estoy distante de Rafael Correa, pero en aquella ocasión las lecciones del pasado me llevaron a acompañar a izquierdistas ecuatorianos a manifestar el rechazo a cualquier interrupción del orden democrático. Las banderas políticas, entendí en el 2000, deben subordinarse a la democracia.

Por eso, coetáneo treintón, me molesta que justifiques el autoritarismo por su signo político. Gracias a esa inconsistencia, el fujimorismo se reinventa como democrático y, el aprismo zafa cuerpo de acusaciones subrayando su oposición histórica a los autoritarismos. Los “garantes de la democracia” resultaron siendo de utilería fina. Si nuestra generación, que debutó en política durante el fujimorismo, no aprende de los errores de las cohortes mayores, adquiriremos el adjetivo de “perdida” antes de tiempo.

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