El PRONAA (Programa Nacional de Asistencia Alimentaria) fue creado en el año 1992 por el gobierno de Alberto Fujimori. Este programa asistencialista consistió, en resumidas cuentas, en repartos de alimentos a localidades que enfrentan pobreza y pobreza extrema, con la finalidad de combatir la malnutrición en grupos con vulnerabilidad nutricional (por ejemplo, menores de edad). El razonamiento detrás de él rezaba que, si bien (por su propia naturaleza) los programas asistencialistas no ayudan a las personas necesitadas a salir de situaciones de pobreza a largo plazo, lo cual nos parece de por sí una fuerte crítica a este tipo de políticas, estos sí remedian una urgencia grave –la malnutrición–, que incluso puede tener secuelas a largo plazo en el desarrollo fisiológico de las personas. Hasta ahí, el PRONAA nos parece, al menos, ejemplar de buenas intenciones.

Sin embargo, las buenas intenciones sirven de poco en cuanto a políticas gubernamentales, y el PRONAA demostró tener poco más que ello. El programa enfrentó graves problemas, como filtraciones –vale decir, muchos de los bienes destinados a personas en verdadero estado de necesidad iban a parar a manos de otras que no tenían necesidad del programa gratuito–y denuncias de corrupción, y de alimentos que llegaban contaminados o en mal estado. Sin embargo, el escándalo se desató hacia finales del 2011. En setiembre de dicho año murieron tres niños y otros 90 fueron envenenados por culpa de alimentos del PRONAA que contenían insecticida. En octubre, una inspección del Ministerio Público intervino uno de los almacenes del programa en Arequipa y descubrió que no estaba protegido contra plagas y que estaba expuesto a veneno para ratas que se rociaba cerca. En noviembre, otros 40 menores fueron intoxicados por alimentos del PRONAA en mal estado. Para junio del 2012, el PRONAA tenía más de 20 casos abiertos por corrupción. Estos son sólo algunos de los varios escándalos que evidenciaron que el PRONAA era un desastre.

Ante semejante fracaso, a mediados del 2012 el gobierno del presidente Humala tomó la decisión –que consideramos sumamente atinada– de eliminar el programa en cuestión. Y, en paralelo, para asegurar que ante este vacío las personas en situaciones de bajos recursos no quedaran desamparadas, creó, con bombos y platillos, Qali Warma, que esencialmente es una réplica del PRONAA orientada a escolares.

Bueno, si quienes defienden la utilidad de este tipo de programas y mantienen la fe en que nuestro Estado es capaz de llevar políticas asistencialistas con la más remota competencia creyeron que reorganizando el programa y cambiándole de nombre iban a hacer borrón y cuenta nueva, y todo saldría de maravilla, a estas alturas hay algunas malas noticias que dar.

En marzo, denunciaron en Casma que los alimentos entregados por Qali Warma causaban vómitos y diarreas, además de llegar tarde y en pésimas condiciones higiénicas (el programa oficialmente rechazó las acusaciones, cosa poco sorprendente, y echó la culpa a la limpieza de los utensilios empleados para comer los alimentos). El pasado abril, 111 alumnos de Urubamba, Cuzco, se intoxicaron con la leche con habas entregada por el programa Qali Warma. El 29 de mayo, el mismo día que el presidente Humala defendía Qali Warma y tildaba el desaparecido PRONAA de corrupto, en Arequipa se denunciaron 1,783 bolsas de leche en mal estado. Nuevamente, estos son pocos de los muchos casos que se han hecho públicos de las deficiencias del programa.

Como resulta obvio, la supuestamente mejorada versión del PRONAA adolece de las mismas falencias que su antecesora. Prueba de ello son los continuados problemas que han tenido las autoridades encargadas del programa con el deficiente servicio ofrecido por los proveedores contratados. A pesar de ser este un programa social defendido a capa y espada por la pareja presidencial, los resultados que se vienen mostrando no hacen más que recordarnos de la dificultad que tenía el PRONAA para proveer alimentos en buen estado y de forma eficiente. Si bien es razonable eliminar un programa social debido a los malos manejos para los que servía, es ingenuo o descarado iniciar uno nuevo con una estructura exactamente igual y pretenderlo como una solución.

Las estadísticas, sin embargo, siguen siendo escalofriantes: Según información del United Nations World Food Programme, en el Perú  el 18% de los niños bajo la edad de 5 años sufre de desnutrición crónica y cerca del 37% tiene anemia. En Huancavelica, cerca del 50% de niños bajo los 5 años están desnutridos, mientras que en la Sierra la cifra sube a un 80%. Asimismo, cerca de 11 millones de personas no llegan a cubrir el mínimo de calorías necesarias al día, y  14 de las 15 regiones del país son extremadamente vulnerables a la desnutrición infantil.

Como se puede ver, existe una gran brecha entre el siempre altruista discurso de los gobernantes de turno y los resultados penosos de sus acciones. Los datos mostrados son sólo una breve muestra de la terrible situación que  muchos peruanos viven, y mal hace el oficialismo al impulsar programas sociales cuyos gestores no han demostrado la capacidad o la intención de ejecutarlos de forma que cumplan alguna justificación. Deberíamos haber aprendido de las experiencias pasadas y así darnos cuenta de que este tipo de iniciativas tienen un alcance sumamente limitado y más se prestan, por un lado a despilfarros y hasta perjuicio a quienes busca ayudar por causa de la pura ineficiencia y, por otro, a favoritismos políticos y manejos sucios.

En esta redacción defendemos el valor de la libertad económica y del mercado para lograr el desarrollo de todo el país y, en particular, de los sectores económicamente marginados. En principio, nos parece superficial y a la larga inútil el enfoque de los programas asistencialistas, debido a que, como ya hemos mencionado, aportan poco para combatir el problema de fondo –en este caso, la malnutrición–. Sin embargo, somos conscientes de que condiciones terribles como las que pasan millones de peruanos no deben ser pasadas por alto, por lo que reconocemos como necesario enfrentar con franqueza este problema. En ese sentido, el problema en este caso son los pésimos mecanismos que viene empleando el Estado para resolver el problema de la desnutrición infantil.

A la luz del fracaso rotundo de este asistencialismo, deben intentarse mecanismos alternativos que ayuden a solucionar el mismo problema. Si lo que se quiere es mejorar la eficiencia de los servicios de asistencia alimentaria, bien podría el Estado incentivar a empresarios privados a invertir en ellos otorgando a cambio beneficios fiscales que realmente los motiven, o empleando esquemas de subsidio a la demanda a través de cupones que puedan gastarse en alimentos distribuidos por privados.  En todo caso, nos queda claro que el sistema de burocracia estatal con pobres controles es directamente responsable por el desastre que han sido hasta ahora los programas de asistencia alimentaria y por las tragedias ocurridas. Pero mientras el gobierno siga prefiriendo hacer populismo alardeando sobre proyectos de inclusión social que sólo logran envenenar a quienes pretendidamente ayuda, y que en el fondo son solo un parche para un problema de fondo que no se solucionará solo, la lucha contra la desnutrición será un fracaso.

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Las opiniones expresadas en este artículo editorial representan únicamente las del consejo editorial de Enfoque Derecho, y no son emitidas en nombre de la Asociación Civil THĒMIS ni de ningún otro de sus miembros.

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