Por: Carlos Fernando de Trazegnies*

La Navidad es una época del año en la que el consumismo se eleva de sobremanera. Es la fecha elegida por todos para hacer compras. Y aunque el sentido de la Navidad no sea más esperar el nacimiento del niño Jesús, sin duda se trata de una época que mueve a familias católicas, lo cual es de gran significancia si tomamos en consideración que representan cerca del 90% de la población peruana. Hoy en día los niños esperan con ansias abrir sus regalos y, siendo honestos, los grandes también. Sea a través de eventos como el “Amigo Secreto” en el trabajo, o mediante aquellos detalles que sabe uno recibirá de nuestros padres y/o hermanos.

Ahora bien, a veces uno se pone a pensar cuando se encuentra en la caja de alguna tienda comprando gran parte de ésta: «¡qué caro!». Por supuesto no falta aquel pensamiento negativo sobre la Navidad que alude a la “gastadera”. Pero, lo cierto es que es un gasto para todos. Algunos gastan más y otros menos, pero ello depende de dos factores: (i) el poder adquisitivo del comprador y (ii) el «valor» que tiene el potencial beneficiario del regalo del comprador.

De esta manera, si un padre le compra a su hijo una bicicleta lo hará con mucho esfuerzo a sabiendas de que vale la pena. El valor de esa compra es claramente distinto al valor que tuvo la compra del sujeto que se encontraba al lado y que compró para sí el mismo modelo de bicicleta. Cada quien le asigna un valor particular a las cosas. Así, el precio es tan sólo un referente del mercado para facilitar las transacciones y, también, un valor promedio que fijan las partes en cada contrato.

Digamos que el hijo que reciba la bicicleta tenga tan sólo ocho años. Su poder adquisitivo es básicamente nulo, pero su padre es tan importante para él que le responderá con un detalle tan particular como una cartita llena de inocentes y puros sentimientos plasmados por medio de una crayola. A primera vista, podría parecer ilógico comparar el valor que tiene para el niño la carta y para el padre la bicicleta. Empero, creo que mucho más lógico sería entender que el valor que el niño le asigne a su nueva bicicleta será susceptible de ser comparado y casi equiparado, al valor que el padre le asigne a la cartita que reciba de su hijo.

La Navidad representa, en términos económicos, una época del año en la que el consumismo se incrementa (la demanda sube) y –curioso verlo de este modo– los precios bajan debido a la enorme competencia que hay entre las marcas que ofrecen productos similares. Es por ello que nos encontramos con tantos descuentos en cada una de las tiendas que pisamos durante fiestas.

Es aún más curioso imaginar un año sin Navidad. El consumismo se repartiría a través del año e incluso, se diversificaría en otros rubros de gasto. Si bien compraríamos exactamente lo que necesitamos en un momento determinado, su precio sería potencialmente mayor al que pagamos en épocas como éstas de grandes descuentos.

Como advertimos al inicio, la Navidad resulta ser una época en la cual quien tiene más gasta más, y lo opuesto para quienes tienen menos. Eso nos lleva a una especie de redistribución, pues lo que compramos no está dirigido a nosotros mismos. Si bien la redistribución se lleva a cabo principalmente a nivel familiar, ésta es solo la forma más común de redistribución. Existen otras como las que se dan entre amigos del trabajo, el colegio, o incluso de THĒMIS («Amigos Secretos»), en los cuales hay de por medio una serie de gastos atípicos en beneficio de otro, con la supuesta reciprocidad hacia el otro.

Ciertamente, existen formas más efectivas de redistribución. Una de ellas es el padrinazgo. Se trata de una iniciativa adoptada por grandes empresas para favorecer el apoyo económico a familias con menos recursos. Otra es la tradicional chocolatada que promueven algunas organizaciones, involucrando también la entrega de regalos (algo muy similar al padrinazgo).

En conclusión, la Navidad, más allá de ser un evento familiar acarrea una reducción de la brecha económica por más pequeña que ésta sea. Es una época en la cual quienes tienen más, gastan más, resultando en un desbalance económico que no les afecta mucho a fin de valorar más el momento y disfrutar la acción de compartir. Aquellos que tienen menos, gastan menos o nada, pero suelen obtener mayores beneficios. En realidad, las chocolatadas y los padrinazgos no son, por supuesto, una solución a la pobreza ni menos aún, un mecanismo de desarrollo per se; es más bien una solución de corto plazo que representa cierto avance en el esfuerzo de muchos por reducir esa brecha y lograr una mayor igualdad de condiciones.


* Exmiembro del Consejo Directivo de THĒMIS.

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