Hace aproximadamente una semana, las polémicas declaraciones del ex presidente Alan García Pérez, sobre la implementación de la pena de muerte para criminales protagonizaron las primeras planas de algunos medios. A raíz del deleznable asesinato del hijo del burgomaestre de San Juan de Lurigancho, Carlos Burgos, García se mostró fervientemente a favor de esta medida, lo que propició inmediatamente el rechazo por parte de autoridades como el Ministro de Justicia, Daniel Figallo, y el Fiscal de la Nación, José Peláez Bardales. Ciertamente, no pretendemos ahondar mucho en un tema que consideramos ya zanjado. Lo que sí, creemos es importante señalar algunos aspectos que todo ciudadano debe tomar en cuenta a fin de evitar peligrosos apasionamientos que ofusquen nuestra capacidad de razonar. Desde esta tribuna nos encontramos en contra de una condena como tal por los motivos a señalar.

Antes que nada es menester entender la discusión apelando a lo que señala nuestra Carta Magna en su artículo 140: La pena de muerte sólo puede aplicarse por el delito de traición a la patria en caso de guerra, y el de terrorismo, conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada”. En un contexto cada vez más tendiente a la abolición de esta pena y a la protección incondicional del derecho a la vida, cabe preguntarse, ¿qué motivó su inserción en nuestra Constitución? El primer supuesto de hecho referido a la traición a la patria fue replicado de la Constitución del 79 que lo preveía para casos de guerra “externa”, basándose en un escenario que pueda poner en peligro la seguridad de la Nación. El segundo caso que alude al terrorismo evidentemente buscó luchar frontal y drásticamente contra este flagelo que décadas atrás azotó al país. El problema fue que por ser esto último incorporado tras suscribir la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), su regulación resultó siendo poco práctica. 

En ese sentido, se entiende que extender la aplicación de la pena de muerte es inviable porque contravendría los tratados internacionales en materia de Derechos Humanos suscritos por el Perú, principalmente la CADH. Ésta, además de proteger el derecho de toda persona al respeto de su vida (4.1), prescribe lo siguiente en su artículo 4.2: “En los países que no han abolido la pena de muerte, ésta sólo podrá imponerse por los delitos más graves, en cumplimiento de sentencia ejecutoriada de tribunal competente y de conformidad con una ley que establezca tal pena, dictada con anterioridad a la comisión del delito.  Tampoco se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se la aplique actualmente”. En todo caso, de ampliarla, traería como consecuencia la renuncia del Estado peruano de la Convención, lo que privaría a todos los peruanos del derecho a recurrir a la Corte Interamericana para tutelar nuestros derechos cuando el Estado los desproteja. Todo ello, además de la fuerte oposición política internacional que tendríamos que tolerar.

Sin duda, la pena de muerte es un retroceso en los esfuerzos a favor de la protección de derechos humanos a nivel internacional. De hecho, su inaplicabilidad no sólo se entiende por un tema de forma, sino de fondo si tomamos en cuenta cuál es el principal fin del Derecho Penal: la resocialización del reo. Una pena como tal simplemente imposibilitaría cualquier intento por reeducar, rehabilitar o reincorporar al reo a la sociedad. Dado el carácter irreversible e irreparable de la medida, está de más señalar las injusticias y riesgos que conlleva desaparecer las posibilidades de enmendar cualquier descuido procesal o material que pudiese derivar de un fallo errado. Por si fuera poco, todos los estudios criminológicos disponibles indican que no existe una relación entre la gravedad de la pena y la cantidad de veces que se comete el delito, sino que ésta se relaciona más con la certeza existente al momento de condenar al culpable.

Finalmente, ratificamos nuestra rotunda oposición respecto a la propuesta de ampliar los supuestos de hecho para la pena de muerte. Además de tratarse de una medida inviable dada la legislatura existente, consideramos que este tipo de declaraciones levantan suspicacias sobre los móviles populistas y demagógicos detrás. Más aún si provienen de quien con una doble moral, justificó las gracias presidenciales expedidas durante su gobierno aduciendo que toda persona mercería una “segunda oportunidad” pese a ser delincuentes de alta peligrosidad. Pero al margen de ello, es importante entender que la solución al problema de la inseguridad ciudadana no se reduce en endurecer las penas, pues todo ello conlleva mayores cambios estructurales en diversos ámbitos de la sociedad. Punto aparte, preocupa el escaso conocimiento que existe sobre las implicancias de este tema siendo ello uno de los más reiterados en doctrina.

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