Por Samuel Abad Yupanqui, abogado y Doctor en Derecho, especialista en Derecho Constitucional y Derechos Humanos.

Desde el inicio de nuestra vida republicana, los textos constitucionales han señalado que la religión oficial es la católica con exclusión del ejercicio de cualquier otra. Así lo dispuso la primera Constitución peruana de 1823. Esta ausencia de tolerancia religiosa recién cambiaría, a nivel normativo, con la reforma constitucional de 1915. Ello puede explicar su activa presencia en la vida política, social y cultural del país, la cual se vio fortalecida con la celebración del Concordato –un tratado que sigue vigente- con el gobierno militar en julio de 1980. Así como a fines del siglo XIX el pensamiento religioso se opuso al matrimonio civil, hoy se opone al Proyecto de Ley del congresista Bruce que regula las uniones civiles. A veces es bueno recordar el pasado. Veamos:

Antes de 1897, la legislación civil solo reconocía al matrimonio religioso. No existía el matrimonio civil. Cuando este quiso ser introducido, contó con el público rechazo de la Iglesia. Como relata Pilar García Jordán[1], el arzobispo Manuel Bandini publicó una carta pastoral contra el matrimonio civil (lo calificaba de antirreligioso e inconstitucional), solicitando tanto al Congreso como al Presidente de la República que no permitan que dicha propuesta prospere. El Episcopado también se pronunció en contra. Por su parte, el obispo de Arequipa, Juan Huerta, afirmaba que el matrimonio cristiano era fundamento de la familia y elemento básico del orden social. Finalmente, luego de un intenso debate, la ley fue aprobada y puesta en vigencia, pese al inicial rechazo del Presidente Piérola.

No obstante, la ley trató de ser mediatizada. Los sectores opuestos a ella lograron que el Ejecutivo decrete en 1899 que quienes quisieran casarse civilmente debían efectuar una declaración de no ser católicos. Ello pretendía, obviamente, dificultar la celebración del matrimonio civil, al tratar de circunscribirlo solamente a quienes se declaren expresamente como no católicos, lo cual en esos tiempos no era muy frecuente. Obviamente, cuando en 1903, el Congreso decidió eliminar dicho requisito contó con la total oposición de la Iglesia.

Es decir, a lo largo de nuestra historia republicana la Iglesia ha estado sumamente presente en la vida de todas las personas. Basta recordar que los registros civiles y los cementerios estuvieron bajo su control. Es decir, desde el nacimiento hasta la muerte, la base de datos de las personas estaban en sus manos, llegando en ocasiones al extremo de que una persona no católica no podía ser enterrada en un cementerio.

De ahí que cuando en 1915, se aprobó la modificación de la Constitución de 1860 para permitir la tolerancia religiosa, dicha reforma contó con el total rechazo de la Iglesia. Las Constituciones posteriores, especialmente las de 1979 y 1993, reconocieron la autonomía e independencia entre el Estado y las iglesias (Estado Laico). Sin embargo,  el Concordato celebrado entre la Santa Sede y el Estado peruano en julio de 1980, durante el gobierno militar del General Morales Bermúdez, le garantizó una serie de privilegios. Uno de ellos (artículo XIX) sigue permitiendo que en todos los colegios públicos se enseñe la religión católica. Es decir, todos los peruanos y peruanas que estudian en un colegio público serán formados en tales valores. Como recuerda Luis Pásara, citando el pensamiento del actual arzobispo de Lima: “La religión debe ser fundamento y cúspide de toda la formación de la persona humana”.

Esta situación es particularmente sensible en temas que no son religiosos sino que involucran políticas de Estado, como la lucha contra la discriminación de aquellas personas que siendo del mismo sexo desean hacer una vida en común y casarse o constituir una “unión civil”. En efecto, para el Episcopado peruano ello “contraría el orden natural, distorsiona la verdadera identidad de la familia, contradice la finalidad del matrimonio, atenta contra la dignidad humana de los peruanos, (y) amenaza la sana orientación de los niños”, pues “como enseñan las Sagradas Escrituras (…) el matrimonio es la unión natural y perpetua del hombre y la mujer“. Y es que, como lo recuerda Fernando Rey, la homosexualidad a lo largo de la historia no solo ha sido considerada una enfermedad, una anomalía psiquiátrica o un delito, sino también un pecado. Es decir, estamos ante dogmas religiosos que no resisten un análisis racional, cuyos principios y valores día a día nutren a todos los estudiantes de colegios públicos en el país. Por ello, en 1993, la Corte Constitucional de Colombia consideró que una norma similar, que garantizaba un privilegio educativo católico, resultaba inconstitucional (C-027/93).

En definitiva, es importante recordar el pasado para no olvidar que, si a fines del siglo XIX la Iglesia se opuso férreamente al matrimonio civil, no resulta extraño que en la actualidad rechace intensamente las uniones civiles de personas del mismo sexo. En la larga jornada por la construcción de una democracia donde exista una separación entre Iglesia y Estado, la “unión civil” se está convirtiendo en un importante indicador de cuánto vamos avanzando. La debilidad de nuestras instituciones no debe permitir que otros “actores políticos”, en la gráfica expresión utilizada por Luis Pásara y Carlos Indacochea, terminen disolviendo la aspiración por vivir en un Estado respetuoso y tolerante con todas las religiones, pero constitucionalmente laico.


[1] Las referencias citadas aluden a los siguientes autores: GARCÍA JORDÁN, Pilar. Iglesia y Poder en el Perú Contemporáneo 1821-1919. Cusco: Centro Bartolomé de las Casas, 1991, pp. 229-240; PÁSARA, Luis y Carlos INDACOCHEA. Cipriani como actor político. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2014, p. 97; y REY Martínez, Fernando. «Homosexualidad y Constitución». Revista Española de Derecho Constitucional, N°73, 2005, Madrid: CECP, p. 112.

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