Ante la promulgación de la denominada #LeyPulpín, esta semana las calles y redes sociales se han visto agitadas por las voces de protesta de miles de jóvenes que buscan la derogación de una norma que reduce sus derechos laborales. Esta situación ha generado que muchos políticos, que en un inicio apoyaron la norma, se retrotraigan de su postura inicial, colocando en una situación incómoda al Gobierno que ha intentado mediante diversos medios de comunicación legitimar su propuesta normativa. Frente a esta coyuntura, en el presente editorial, analizaremos los principales cuestionamientos que contiene esta polémica Ley y la inadecuada (o inexistente) estrategia política realizada por el gobierno para lograr su aprobación.

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Para empezar, es menester conocer el contexto y el contenido de la ley. Así, cabe resaltar que esta norma fue impulsada por el Gobierno como parte de las medidas que buscan reactivar la economía peruana. En este contexto, y con el apoyo de la bancada fujimorista, el 16 de diciembre, se promulgó la Ley No. 30288, Ley que Promueve el Acceso de Jóvenes al Mercado Laboral y a la Protección Social. La norma, sin duda, tiene una finalidad legítima, pues busca mejorar la empleabilidad de jóvenes desocupados y promover su contratación. Para facilitar ello, el nuevo régimen laboral otorga créditos tributarios y elimina los sobrecostos laborales generados por el pago de CTS, gratificación y otros beneficios sociales. Cabe especificar que la norma está dirigida al sector privado para la contratación de jóvenes entre 18 y 24 años que tengan educación secundaria completa o superior (completa o incompleta), que se incorporen por primera vez en planilla o se encuentren desocupados. Este cuestionado régimen entrará en vigencia al próximo año y permitirá que, durante los 5 años posteriores, se pueda contratar a jóvenes por plazos entre 1 a 3 años [1].

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Ahora bien, la Ley parte de la premisa de que mediante la reducción de costos laborales se generan los incentivos adecuados en las empresas para que los jóvenes puedan acceder a un empleo formal. Sin embargo, hay quienes cuestionan ello y señalan que la formalización es más un tema de cultura. No obstante, incluso aceptando esta lógica, la norma resulta cuestionable, pues, por la inadecuada delimitación de su ámbito de aplicación, esta podría ser utilizada tanto para aquellos jóvenes que actualmente no encuentran barreras para acceder a un empleo formal como para aquellos que efectivamente la Ley busca regular. Además, utilizar la edad como criterio diferenciador podría ocasionar que nos encontremos frente a situaciones donde dos personas con las mismas funciones y con capacidades equivalentes reciban remuneraciones distintas sin una razón objetiva y solo por la edad de los involucrados.

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Por último, y escapando de la lógica que plantea la ley, si la finalidad de la norma era combatir las condiciones de informalidad laboral que afectan a la población, cabe preguntarse: ¿no existían mecanismos menos gravosos? ¿Una regulación con este objetivo no debería atacar primero la raíz del problema a partir de la formalización de las empresas informales? ¿Realmente puede ser eficaz un régimen especial sin un adecuado sistema de fiscalización? Como se puede apreciar, la norma deja serias dudas con respecto a sus objetivos y mecanismos para lograrlo.

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Por otro lado, existe un cuestionamiento de tinte político aún más grave. Si la norma parte de una premisa tan polémica y cuestionable como la flexibilización de derechos laborales, ¿no era necesario generar los espacios adecuados de comunicación, debate y diálogo para su aprobación? Lamentablemente, el Gobierno ha demostrado mecanismos de negociación nulos y una ausencia de búsqueda de consenso que se ha vuelto recurrente, ocasionando que nos encontremos otra vez ante la posibilidad de que se derogue una norma impulsada desde el Poder Ejecutivo. Pero el mal manejo político se extiende también a nuestros congresistas, quienes han cambiado su postura con respecto a esta Ley debido a que no se informaron adecuadamente al momento de su aprobación.

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En definitiva, no se puede negar que el debate sobre la flexibilización laboral y la formalidad es un asunto polémico, en el cual no existen respuestas de antemano. No obstante, justamente por esta razón, se debieron brindar los tiempos necesarios y los debates adecuados para colocar estos asuntos en la agenda pública, comunicar adecuadamente y así otorgar la legitimidad que requieren este tipo de decisiones. Se trataba, en resumen, de hacer política. Frente a esta situación recurrente, con autoridades desinformadas antes de tomar decisiones y sin una agenda clara para afrontar las necesidades de nuestra población, solo queda preguntarse: al final, ¿quién es el verdadero pulpín?


[1] Puede ver un cuadro comparativo con las diferencias que plantea este régimen aquí.

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