Por Bárbara Ramos Arce, estudiante de Derecho de la PUCP*.

                                                     «Cuando la razón duerme, surgen los monstruos” 

Goya.

Victor Hugo, la mente maestra detrás de la novela “Nuestra señora de París” y personaje clave del romanticismo francés, decía que la pena de muerte es un signo muy particular de la barbarie. Hoy, hablar de este tema parecería responder más a un sobrealimentado debate cliché del Derecho que obedecer a las necesidades de la realidad jurídica.

Se piensa en la pena capital como un espectro lejano y furioso que se refugia en las sociedades que, a ojos del hombre occidental y occidentalizado, se encuentran lejos del orden social, ya sea en los delitos de tráfico de drogas en China o al ser acusado de brujería en Arabia Saudita. No obstante, el propio Estados Unidos, país orgulloso de defender los principios de la democracia, aún mantiene la pena de muerte vigente en 32 de sus estados.

En este turbio contexto, América Latina brilla por su afán abolicionista, en donde este tipo de penas se han vuelto letra muerta y parecen pertenecer más a un oscuro pasado nacional. Este es el caso del Perú, en donde la pena de muerte se mantiene en la vigente Constitución de 1993, el Código de Procedimientos Penales (art. 331) y el Código Penal Militar Policial (art. 470 – 476), a pesar de nunca haberse aplicado.

Sería reconfortante pensar que en efecto, la pena de muerte no es más que un tema que se quedó durante los intentos del Perú por empaparse de las nociones del Estado democrático de Derecho, pero en realidad es un espectro que se mantiene presente y dispuesto a regresar en cualquier momento. El panorama nacional ha estado plagado de cuchicheos sobre la pena de muerte desde que la Constitución de 1979 (y posteriormente la de 1993) redujo su aplicación a los casos de terrorismo y traición a la patria.

Las iniciativas de los poderes Ejecutivo y Legislativo se detuvieron abruptamente en el año 2006, con los Proyectos de Reforma Constitucional Nº 281/2006-PE y 282/2006-CR y el Proyecto de Ley N°13389. Este último estuvo a cargo de la ex congresista Julia Valenzuela (en ese momento, perteneciente a la bancada de Perú Posible), quien se atrevió a tildar su proyecto como una medida necesaria y profiláctica. Con una lamentable exposición de fundamentos circulares y carentes de toda base, se intentó extender la aplicación de la pena de muerte hacia la violación sexual de los menores de edad.

En medio de una serie de motivos absurdos, como la imposibilidad de resocializar al reo y la falsa y hasta arcaica creencia que la pena tiene la finalidad de restituir el daño producido, el proyecto proponía una “profilaxis social”, concepto que encuentra una excelente traducción en el inglés “social cleansing”.  Porque, ¿qué es una profilaxis sino un intento por evitar la propagación o la gravedad de alguna enfermedad virulenta por medio de limpieza? La propuesta de una limpieza social en los primeros pasos de un Perú democrático del Siglo XXI, es una repetición de las agradables cavilaciones de Tomás de Aquino, quien decía que «hay que saber cortar a tiempo los miembros podridos, para que no perjudiquen ni infecten a los demás miembros sanos”.[1]

Aunque creyéramos ingenuamente que este proyecto de ley fue una grosería, un exabrupto de la indignación por un crimen cuya sola descripción puede herir susceptibilidades, las apariciones de la pena de muerte no acabaron en el 2006. Durante el 2014, este tema volvió a surgir en varias ocasiones y una de ellas fue en la posible postulación Alex Kouri, ex Presidente Regional del Callao, quien luego de afirmar su simpatía por el partido Aprista, dijo que no tendría ningún reparo en insistir en la aplicación de la pena de muerte para los sicarios, “lumpen que hay que ejecutar de una vez por todas”.[2]

Por si esto no fuera suficiente, esta morbosa fascinación por la pena de muerte quedó en evidencia en la “Primera Encuesta Nacional sobre Derechos Humanos”, publicada en el 2013 por el Ministerio de Justicia, donde de una muestra de 3,300 peruanos, el 79% se mostraba a favor de la pena de muerte para los violadores de niños y un notable 61% sostenía que este tipo de delincuentes sexuales no debería tener derechos humanos. Es dolorosamente evidente que hoy, la figura del delincuente permanece deshumanizada y reducida a la de una gangrena social, un colectivo que, tal como pensaba Rousseau, se ha excluído de la sociedad por sus crímenes y al que debe declarársele la guerra para evitar su contagio. [3]

Hablar de la pena de muerte en el Perú siempre ha seguido y es más seguro que seguirá siendo un objetivo purificador. Para el filósofo francés René Girard[4], el mecanismo del chivo expiatorio es un proceso que afecta a toda sociedad que sufre de grandes conflictos sociales, violencia o desastres naturales, en donde el grueso de la población busca drenar los aspectos negativos de sí misma, proyectando estos elementos en un colectivo minoritario con características particulares, que se transforma en el enemigo de la sociedad.

Ocurrió con la persecución, tortura y asesinato de miles de mujeres durante la cacería de brujas en el Renacimiento, el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, la población afronorteamericana con la implementación de leyes de segregación racial en Estados Unidos y cómo no, con las minorías étnicas de este país durante las épocas de conflicto interno. El trabajo de Girard no solo es aplicable a las distintas sociedades del Siglo XXI, sino que guarda una estrecha relación con los sistemas jurídicos y la aplicación del Derecho, especialmente de la rama penal, mecanismo “más enérgico del que dispone el Estado para evitar las conductas que resultan más indeseadas e insoportables socialmente”.[5]

Los discursos políticos en el Perú, y nos podríamos remontar incluso a la década anterior a la Constitución de 1979, han tomado a la pena de muerte como un mecanismo de limpieza, una suerte de estrategia que además de buscar disuadir a los potenciales delincuentes (efecto que pertenece a uno de los mitos de la pena capital), tiene la intención de eliminarlos de un solo tajo. La botánica nos dice que arrancar la hierba mala no impide que vuelva a aparecer, sino que es necesario darle un tratamiento a la tierra; lo mismo ocurre con la política criminal. Y así como las antiguas tribus procuraban realizar una ceremonia de purificación en tiempos de conflicto, hoy las sociedades del Siglo XXI, aferradas un pasado primitivo, pretenden purgar la violencia mediante la legitimación de la venganza.

La Historia obedece a esta premisa, siendo el caso más penoso el de Jorge Villanueva Torres, quien en 1957 fue condenado a pena de muerte por el homicidio de un menor después de un proceso en donde las únicas evidencias fueron una moneda y un testimonio. Hoy en día se reconoce su inocencia. Este lamentable suceso guarda aún más sentido cuando se piensa en las palabras del maestro Peña Cabrera, quien en 1995 ya escribía sobre “la potencialidad de los grupos marginales: cholos, negros, indios, o simplemente pobres como objetos de incidencia selectiva para la pena de muerte”[6]. Villanueva Torres, injustamente llamado “El Monstruo de Armendáriz”, era un indigente de raza afroperuana con antecedentes penales: el perfecto chivo expiatorio.

¿Qué fascinación existe por parte de los políticos con las iniciativas de extender la aplicación de la pena de muerte en el Perú? Nada más que alimentar cifras en tiempos electorales. La presencia del llamado populismo punitivo (término que se le adjudica al criminólogo Antony Bottoms) en las iniciativas legislativas de hoy, es desbordante. Mediante la famosa frase de “mano dura con la delincuencia”, se busca fascinar a las masas con esta antigua leyenda urbana del Derecho penal en donde el endurecimiento de penas equivale a una disminución de la criminalidad.

La pena de muerte en el Perú del Siglo XXI, no tiene ningún motivo racional para subsistir ni mucho menos para progresar en nuestro sistema legislativo. El penalista Ruiz Funes bien decía que “al delincuente enemigo del grupo se le elimina por igual motivo que a los animales dañinos”[7] y hoy, en los auges del Estado democrático de Derecho, una medida tan primitiva, cegada por un deseo de venganza y que busca satisfacer a una sociedad compungida por el delito, que es un rebrote del chivo expiatorio de Girard que intenta abrigarse en la legitimidad, no debería existir, ni siquiera con fines simbólicos.

Existe una gran verdad en el Derecho y que el doctor Borja Jimenez pudo plasmar a la perfección en una sola frase: “La Justicia no se mide con el corazón caliente y la herida sangrante”[8]. Hoy, es algo que vale la pena recordar.


* El presente artículo fue hecho a partir del trabajo presentado en el curso de Introducción a la Metodología de la Investigación Jurídica con el asesoramiento del Profesor Agustín Grández.

[1] NEUMAN, Elías. Pena de muerte: la crueldad legislada. Buenos Aires.2004, p. 57

[2] EL COMERCIO, «Kouri respalda pena de muerte: A la lumpen hay que ejecutarla». Jueves 20 de Febrero 2014. En: http://elcomercio.pe/politica/polemica/kouri-respalda-pena-muerte-lumpen-hay-que-ejecutarla-noticia-1710986.

[3] REYNA ALFARO, Luis. Estado de Derecho y orden jurídico penal. En: Derecho Penal y Estado de Derecho: reflexiones sobre la tensión entre riesgos y seguridad. Montevideo, República Oriental de Uruguay, 2008. p.212

[4] MORENO FERNANDEZ, Agustín. «Descripción y fases del mecanismo del chivo expiatorio en la teoría mimética de René Girard». En: ENDOXA. Series Filosóficas, nº 32, 2013. UNED, Madrid, 2013. p. 198

[5] BERDUGO GOMEZ DE LA TORRE, Ignacio y otros. Curso de Derecho penal. Parte General. 2da edición. Barcelona, 2010. p. 1

[6] PEÑA CABRERA, Raúl. Tratado de Derecho Penal: Estudio Programático de la Parte General. Tomo I. Editora Jurídica Grijley E.I.R.L. Lima. 1995. p. 661

[7] RUIZ FUNES, Mariano. Actualidad de la venganza: (tres ensayos de criminología). Editorial Losada. Buenos Aires. 1944. p. 101

[8] BORJA JIMÉNEZ, Emiliano. Curso de Política Criminal. Editorial Tírant lo Blanch. Valencia, 2003. p. 81

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