Por Guillermo Arribas, abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, máster en Derecho por Yale Law School, profesor de Derecho Civil de la Pontificia Universidad Católica del Perú y asociado de Payet, Rey, Cauvi, Pérez Abogados.

Desde la aparición de los “hermanitos” y el caso “cuellos blancos”, la reforma del sistema de justicia se ha posicionado en lo más alto de la agenda política. Uno de los distintos proyectos de reforma, o una de las posiciones que va sumando fuerzas, es la privatización del sistema de justicia. Dentro del menú para este proceso, ya sea parcial o total, el más sexy es, sin lugar a dudas, el arbitraje. Esta postura, me parece, es equivocada. El sistema de justicia peruano no puede enmendarse mediante su remplazo, sino mediante su reestructuración.

Hacer justicia es típica y tradicionalmente responsabilidad del Estado. Es lo que se conoce como un mecanismo de heterotutela. Este nombre tan abogadil no quiere decir otra cosa que acudir a un tercero legitimado para que solucione nuestras controversias. La heterotutela se contrapone a la autotutela, que implica el hacer justicia por propia mano. Si bien hay algunos casos de autotutela en nuestro sistema legal, son excepcionales. Esto es por una razón clara: el derecho no quiere que los conflictos de intereses se solucionen por la ley del más fuerte, sino por el sistema legal vigente dentro de un Estado de Derecho.

Así, el acto de hacer justicia cumple una función pública, el tutelar aquellas situaciones jurídicas protegidas por nuestro sistema legal. En otras palabras, el acto de impartir justicia es lo que hace posible hablar de un Estado de Derecho. ¿Qué sucede si una persona que pierde en un proceso se niega a cumplir con lo ordenado por el juez? El juez, en representación del Estado, estará habilitado a ordenar a la fuerza pública que se haga cumplir su mandato. De esa manera, con el monopolio de la fuerza que mantiene el Estado, se hace cumplir la Ley en los casos donde existe un desacato.

El arbitraje coexiste con este sistema público de impartir justicia, ofreciendo un mecanismo privado. La mecánica es bastante similar, con la diferencia de que el árbitro no es un funcionario público, y que, per se, no podrá ordenar el uso de la fuerza contra quien desacata la autoridad de lo mandado. En caso sea necesario el uso de la fuerza, el árbitro tendrá que solicitar el “auxilio” judicial, siempre dependiendo de este. Otra gran diferencia entre el arbitraje y los procesos judiciales son las materias arbitrables. En Perú, como en la mayoría de países del mundo, las materias que se pueden discutir en arbitraje están limitadas y expresamente señaladas. El núcleo del arbitraje se basa en resolver conflictos comerciales – así nació hace muchos años en los puertos del Reino Unido – y se entiende que las controversias sobre materias no disponibles no podrán ser discutidas en arbitraje. Esto quiere decir que, como está la norma, no sería posible discutir un delito en un proceso arbitral, o la nulidad de un acto administrativo.

Así las cosas, el arbitraje no soluciona las enfermedades que tiene nuestro poder judicial, aunque probablemente las alivie. Funciona como un placebo institucional, donde el descontento con el sistema público de solución de controversias es reemplazado por un mecanismo privado. Así como muchos peruanos hacen grandes esfuerzos para matricular a sus hijos en escuelas privadas, hay un sentimiento generalizado en los sectores comerciales de preferir el arbitraje. Esto genera una descarga en el sistema judicial, aunque no sabemos su real volumen al no existir trabajos empíricos que lo demuestren (i.e. tarea importante y pendiente para este sector de la academia).

En tanto no tenemos data real sobre cuál es el impacto del arbitraje respecto a la descarga judicial, no nos queda otra que hablar desde la experiencia y la intuición. Si bien en la práctica es muy común que se pacten cláusulas arbitrales en transacciones comerciales, esto se da solo en casos de determinada envergadura. Los casos que atiborran el poder judicial no son, principalmente, los casos de “principales contribuyentes”, sino los de miles de peruanos que tienen algún conflicto y solicitan su solución (i.e. el desalojo en el fuero civil es, por ejemplo, una herramienta muy utilizada). Más aún, en aquellos casos donde no estamos en el mainstream del arbitraje en el Perú, existen muchos casos discutibles con árbitros que no necesariamente hacen su trabajo y donde no se está a salvo de los males que aquejan al Poder Judicial.

El arbitraje, después de todo, tiene un costo. El mercado privado funciona con normas básicas: tienes acceso a los productos que puedes costear. Si no tienes dinero para comprar la Coca-Cola, entonces no puedes comprar la Coca-Cola. El arbitraje sigue la misma lógica: you have to pay the price. ¿Qué pasa si tu contraparte decide no pagar los costos del arbitraje? Se traslada el costo a la parte que sí ha pagado los honorarios provisionales del Tribunal y los costos del centro. ¿Qué sucede en caso la parte a quien se traslada el costo no puede pagar? Se archiva el caso.

En contraposición, los sistemas públicos de justicia, como el Poder Judicial, abren sus puertas a cualquier conflicto que se encuentre bajo su jurisdicción. Este es parte del problema que hace atractiva la privatización del sistema de justicia, que – al no tener que pagar el costo que sí se paga en el arbitraje – hay una sobreexplotación del recurso. Contra este argumento se contraponte el concepto de administración de justicia como servicio público. Justamente, para evitar que la ley del más fuerte se transforme en la fuente creadora del derecho, se debe mantener el subsidio de los sistemas públicos de justicia: justicia para todos para que no nos matemos entre todos.

Al argumento de la justicia como bien público, agrego uno empírico. De acuerdo a cifras detalladas en un reporte de justicia por Gaceta Jurídica en el 2015,[1] solo el 8% de la demora en los procesos judiciales se debe al actuar indebido de las partes. Es decir, según la estadística, las demoras del poder judicial se deben solo en un 8% a la potencial sobreexplotación del recurso. Esto matiza considerablemente el argumento a favor de la privatización del sistema de justicia.

Países desarrollados, como Estados Unidos (uno de los preferidos para usar de ejemplo), no solo tienen sistemas judiciales que funcionan, sino que son ampliamente preferidos sobre el arbitraje. No hay posición más prestigiosa a la que pueda aplicar un recién graduado de una facultad de derecho que a ser asistente de un juez (los conocidos clerkships). Los miembros de la Corte Suprema son vistos como superestrellas del mundo legal, mucho más conocidos e importantes que el socio más famoso de los mejores Estudios de Nueva York. Puede que nadie conozca quienes dirigen Wachtell, Lipton, Rosen & Katz, Cravath, Swaine & Moore LLP, o Sullivan & Cromwell LLP, pero todos saben quién es Ruth Bader Ginsburg, Sonia Sotomayor, o, quien fue, Antonin Scalia. De hecho, en un sistema legal como el americano, se ve con suspicacia el arbitraje nacional, usado muchas veces como obstrucción a acciones colectivas de consumidores o para bloquear derechos de trabajadores.

Pensar que privatizar la administración de justicia es la panacea de nuestro poder judicial es tan inocente como secar el mar con baldes de arena. La administración de justicia pública tiene que mejorar sin ser remplazada; tiene que mejorar desde dentro. Para esto, creo que más que ver las distintas teorías procesales que venimos discutiendo los abogados hace décadas, podríamos beneficiarnos de las cifras. En el mismo estudio referido del 2015, se decía que las dos principales causas de las demoras en el poder judicial se explicaban por acciones en las que intervenía el Estado (38%), y demoras en envío de notificaciones y cargos de recepción (27%). Ambos problemas juntos suponen el 65% de las causas de demora del poder judicial(!). Redefinir los supuestos en que el Estado puede allanarse en procesos judiciales (como en los millones de casos que tienen con los pobres jubilados por la ONP) o realizar la contratación de un servicio de mensajería podría, de la noche a la mañana, reducir a más de la mitad los plazos procesales.

No creo que el poder judicial, o el Estado, se deba privatizar, mucha sangre ha corrido ya en esa discusión. No obstante, sí creo que es fundamental que el Estado adquiera una mínima consciencia sobre eficiencias operativas. Que el 27% de las demoras en nuestro poder judicial se deban a problemas de notificación es simplemente inadmisible. Parecería que no necesitamos más leyes, sino un buen administrador que deje trabajar a la ley.

La transformación del Consejo Nacional de la Magistratura en la Junta Nacional de Justicia es importante, pero cambiar el nombre y algunos procedimientos no va a cambiar el hecho que tengamos un país pobre, donde muchos de los jueces no tienen condiciones óptimas para trabajar. Si se quiere hacer un real cambio, necesitamos generar nuevas ideas que, bien estudiadas y fundamentadas, nos den una solución hecha a la medida de nuestro país. Solo así lograremos un sistema de justicia que funcione de forma apropiada.

Siguiendo lo mencionado líneas arriba, la reforma del poder judicial es esencial. Sin ella, tendremos un gran embudo de desarrollo en el Perú. Si no existe un poder judicial que funcione, no tenemos el centinela institucional que debe proteger nuestro Estado de Derecho. Un Estado de Derecho expuesto es, y siempre será, la eterna invitación a la corrupción y la miseria.

[1] “La Justicia en el Perú: Cinco Grandes Problemas”. Lima: Gaceta Jurídica. 2015.

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