Por María Claudia Castro, asociada del Área de Derecho Administrativo y Regulatorio del Estudio Rubio Leguía

La llegada del COVID-19 al Perú no solo ha evidenciado la peor crisis sanitaria de su historia, sino también un gran déficit en lo que respecta a la infraestructura pública y al arbitraje.

De acuerdo con el Global Competitiveness Report 2018-2019, el Perú se ubica en el puesto 85 de 140 países en el rubro de infraestructura[1]. La paralización de actividades económicas durante el estado de emergencia y el aislamiento social obligatorio ha generado un retroceso en los rankings de competitividad, acompañado del crecimiento del desempleo.

No obstante, debemos responder a este problema con una perspectiva positiva para concretar la reactivación del país, trazando como principales metas la reducción del desempleo y la habilitación de infraestructura y servicios de calidad.

En ese orden de ideas, es preciso advertir que todos aquellos sistemas administrativos y funcionales estatales vinculados al desarrollo de infraestructura pública enfrentan retos. Entre ellos, destacan los siguientes:

  • El Sistema Multianual de Programación de Inversiones: la infraestructura pública que se desarrolle bajo este sistema deberá corresponder a una planificación multianual y no a la mera improvisación. Esta planificación deberá caracterizarse por ser lo suficientemente flexible para permitir la adaptación a esta cambiante realidad.
  • El Sistema de Contrataciones del Estado: el principal reto se enfocará en aplicar las normas de reactivación sin que ello determine la parálisis de los contratos de obra.
  • El Sistema de Promoción de la Inversión Privada: se deberá buscar que continúe la inversión en las asociaciones público-privadas en infraestructura y se adapte de la mejor manera a esta nueva realidad.

En este punto, resulta importante señalar que la pandemia generada por el COVID-19 no ha sido la única causa del gran reto de la reactivación de la infraestructura en el Perú. El objetivo de reducir la brecha de infraestructura latente en el país data de varias décadas atrás.

El primer problema, transversal a todos los sistemas vinculados al desarrollo de infraestructura pública, es que son ideales y conceptualmente perfectos. No obstante ello, ha quedado demostrado que estos mecanismos no han acabado con la ralentización de las asociaciones público-privadas o la paralización de contratos de obra, cuyos adicionales o ampliaciones de obra derivan en arbitrajes. Es así que estos sistemas perfectos se han asegurado de que diversas entidades participen y opinen, pero ninguna de ellas sea responsable de terminar de desarrollar un proyecto.

Por lo tanto, al existir indecisión en los proyectos de infraestructura, se perjudica —no solamente a la sociedad peruana que se vería beneficiada por el proyecto— sobre todo la parte privada que invirtió y que —pese a tener un contrato firmado— tiene que afrontar impasses de la entidad pública, viéndose obligado a acudir a la vía arbitral.

Sobre este punto, se origina el reto más grande para el arbitraje, que es su obligatoriedad para los contratos del Estado, prescindiendo de la voluntad de las partes. Ello, conlleva a cuestionar ¿por qué estas materias terminan en arbitraje? La respuesta aparentemente es muy sencilla: porque el sistema de justicia tradicional no funciona y arrastra taras que no han podido ser curadas por reformas judiciales que otorguen mecanismos efectivos de solución de conflictos y previsibilidad a la contratación con el Estado.

Es por ello que se decidió desde hace muchos años recurrir a las vías alternativas de solución de conflictos. En el caso específico de los contratos con el Estado, se optó por el arbitraje y se reemplazó la “voluntariedad” de este mecanismo alternativo por un mandato legal.

A este respecto, no podemos dejar de mencionar que la corrupción es uno de los más grandes problemas que afectan a los proyectos de infraestructura y que está fuertemente vinculado con el sistema arbitral.

Los sistemas de contratación no han podido evitar que se produzcan casos de corrupción, partiendo de la premisa que el gestor público es corrupto y que el inversionista que participa en una licitación y que celebra un contrato con éste también lo es. En consecuencia, tenemos sistemas en los prima la desconfianza, dejando de lado la colaboración, razón por la que se somete a la vía arbitral diversas controversias.

Un problema incluso mayor es la corrupción en el arbitraje, un mecanismo alternativo de resolución de conflictos que fue creado como manifestación de la huida del Derecho Administrativo[2], y que responde —principalmente— a un escape del Poder Judicial.

Paradójicamente, el arbitraje también ha sido alcanzado por el mecanismo de la corrupción, siendo imposible negar que —con lo acontecido en los últimos años—existen árbitros corruptos que se han acogido a la colaboración eficaz admitiendo sus delitos. Sin embargo, ello ha desatado una persecución para investigar a una buena cantidad de árbitros honestos que se han visto alcanzados por la desconfianza generada por la corrupción de otros.

Entonces, la desconfianza que se tenía con los jueces del Poder Judicial al momento de crear el sistema arbitral, ahora se ha extendido a esta vía alternativa. Ello conlleva un reto más interesante todavía: no judicializar el arbitraje. Basta hacer un análisis de la cantidad de laudos arbitrales que son cuestionados en vía judicial, buscando obtener la nulidad, para evidenciar que es una práctica recurrente que no genera mayor efecto que dilatar y dificultar los procesos arbitrales. El objetivo de una entidad pública es desarrollar los proyectos de infraestructura de su competencia, no es lograr que se lleve la mayor parte de controversias derivadas del contrato a arbitraje.

Sumado a ello, debemos destacar al Decreto Legislativo Nº 1486[3] como un riesgo para la reactivación de los arbitrajes. Esta norma reconoce: (i) la ampliación de plazos en los contratos, (ii) los mayores costos producto del COVID-19; y, (iii) el pago de adelantos. Sin embargo, llama la atención que disponga que si el contratista no está de acuerdo con los costos reconocidos, puede activar la vía arbitral para reclamar la diferencia, pero sin paralizar la obra.

Por este tipo de controversias también se gatilla el arbitraje, el cual durará en promedio dos años, tiempo perdido en discrepancias de carácter técnico-económicas que podrían ser resueltas en plazos más breves.

En conclusión, la reactivación de proyectos de infraestructura pública —sin lugar a duda— está sometida a grandes retos, puesto que las controversias derivadas de esos contratos terminan recayendo en decisiones arbitrales. Y son los árbitros los que finalmente asumirán la responsabilidad del mal funcionamiento de los sistemas de gestión pública. Sumado a ello, no podemos dejar de resaltar la grave crisis en la que se encuentra sumergido el arbitraje, de la que tendremos que salir para potenciar la reactivación de la infraestructura pública.


Referencias: 

[1] Bonifaz, José Luis et al. Brecha de infraestructura en el Perú: estimación de la brecha de infraestructura de largo plazo 2019-2038. Banco Interamericano de Desarrollo, 2020, pp. 6.

[2] Fritz Fleiner, citado por Martín-Retortillo, calificó como “huída del Derecho Administrativo” al fenómeno despublificador mostrado en el recurso de la Administración hacia formas privadas, cobrando una inusitada dimensión, donde ya no se huye solo del Derecho Administrativo sino de los resguardos y garantías para encauzar la actividad administrativa. En: Reflexiones sobre la Huida del Derecho Administrativo. Revista de la Administración Pública, 1996.

[3] Decreto Legislativo que establece disposiciones para mejorar y optimizar la ejecución de las inversiones públicas.

Fuente de imagen: PerúConstruye

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