Por: Elizabeth Salmón. Profesora de Derecho Internacional en la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Artículo republicado de: http://www.idl.org.pe/idlrev/revistas/144/pag94.htm

En su Informe anual de 1998, el secretario general de Naciones Unidas sentenciaba con una frase las motivaciones y también dificultades que enfrenta el establecimiento de una jurisdicción internacional. En efecto, al señalar que «Se ha hecho más fácil castigar a una persona responsable del asesinato de otra que a una responsable del asesinato de cien mil personas», Kofi Annan viene a recordar que, a menos que confundamos nuestros deseos con la realidad, en el Derecho Internacional la soberanía de los estados sigue siendo uno de los principios constitucionales del orden internacional y que una consecuencia de aquella no es otra que la celosa aplicación de la jurisdicción nacional. Si sumamos a esto que los actos que dan lugar a la eventual aplicación de una jurisdicción internacional son normalmente actos que implican un ejercicio de poder, vemos que las razones del «celo soberano» se incrementan infinitamente.

No obstante, en este tema el panorama internacional no estaría completo si no se tiene en cuenta que un verdadero punto sin retorno del Derecho Internacional contemporáneo es la afirmación de que el ser humano goza de derechos oponibles a todos –incluso al Estado del que es nacional– en la esfera internacional. De esta manera, la soberanía de los estados no ha desaparecido, pero la afirmación misma de los derechos humanos ha hecho que esta se encuentre «erosionada y relativizada», generándose entre ambas (soberanía y derechos humanos), como afirma Carrillo Salcedo, el antiguo magistrado español del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, una suerte de «tensión dialéctica» que caracteriza nuestro tiempo.

El establecimiento de una Corte Penal Internacional que juzgará «los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto», como el genocidio, los crímenes de lesa humanidad (como la tortura, para cuya comisión ya no se requiere ser funcionario público, sino que basta con que la «persona tenga al acusado bajo su custodia o control», aunque lamentablemente, a instancias de los países islámicos, no será considerada como tal «el dolor o los sufrimientos que se deriven únicamente de sanciones lícitas o que sean consecuencia normal o fortuita de ellas»; la violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada u otros abusos sexuales de gravedad comparable; la desaparición forzada de personas, que por vez primera ingresa en los listados de crímenes de lesa humanidad, entre otros), los crímenes de guerra (que ya no sólo se cometerán en época de conflictos armados internacionales) y la agresión (cuando los estados se pongan de acuerdo en una definición de ella) constituye «un paso de gigante» y un gran triunfo en el proceso de humanización del Derecho Internacional. Supone, en última instancia, que el Derecho Internacional no puede dejar de atender la razón fundamental de la existencia del Derecho, que no es otra que el bienestar del propio ser humano. En este contexto, formar parte del Estatuto nos hace partícipes del conjunto de estados que se niega a proteger con impunidad a los mayores violadores de los derechos de las personas y a colaborar activamente, tanto interna como internacionalmente, en su persecución y sanción.

Actualmente sólo faltan 14 ratificaciones para que el Estatuto de Roma entre en vigor (del total de 60 ratificaciones necesarias), y el Estado peruano, tras el proceso de marchas y contramarchas que marcó su actitud durante el régimen anterior, procedió a sumarse a este empeño internacional mediante Resolución Legislativa 27517 de 13 de setiembre del 2001 y que fue finalmente depositada en Naciones Unidas el 10 de noviembre de ese año.

No obstante, desde una perspectiva integrada del Derecho Internacional y los ordenamientos internos, ser Estado Parte del Estatuto de Roma es un paso fundamental pero necesariamente insuficiente. En efecto, la Corte Penal Internacional define un sistema de garantías procedimentales y sanciones que implica una obligación de adaptar la legislación interna a las exigencias de aquel conforme al principio de buena fe y en el marco de un total cumplimiento de las medidas previstas en el Estatuto. De esta forma, y entre otras, destacan medidas de implementación tales como la tipificación de los crímenes que pueden ser objeto de juzgamiento en la Corte, las normas destinadas a establecer los canales de cooperación del Estado con el tribunal internacional, la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, etcétera.

Por esta razón, el Estatuto establece desde el Preámbulo la obligación de «adoptar medidas en el plano nacional» que, de un lado, impidan la impunidad para los autores de los crímenes y, de otro, contribuyan a la prevención de nuevos crímenes. Solo el cumplimiento cabal de esta obligación constituye garantía de que la complementariedad de la jurisdicción de la Corte en relación con las jurisdicciones nacionales, principio fundamental y entusiastamente alentado por los estados, pueda alegarse ante el tribunal. Y es que el objetivo fundamental de este instrumento, no hay que olvidarlo, es que los autores de los crímenes que son materia de la competencia de la Corte sean efectivamente sometidos a la acción de la justicia (interna o internacional) y no queden amparados por un ejercicio tergiversado de la soberanía estatal.

Debido a esta imperiosa necesidad de adecuación, asumimos la coordinación de una primera investigación en el tema que apunta tanto a un conocimiento cierto del contexto de creación de la Corte y las competencias y principios que regirán el trabajo de esta instancia internacional, cuanto al estudio de algunos aspectos centrales del ordenamiento jurídico peruano en relación con el Estatuto de Roma con el fin de identificar falencias y coincidencias entre ambos. Para ello se contó con el concurso de connotados profesores universitarios como Luis Bramont-Arias, Carlos Caro, María del Carmen García Cantizano, María del Carmen Márquez Carrasco (de la Universidad de Sevilla), Fabián Novak, Fernando Pardo, César San Martín y Felipe Villavicencio. Los frutos de esta investigación pretenden constituir la base de futuras reflexiones que propendan a que el Estado peruano no sólo se limite a la ratificación del Estatuto, sino que implemente a cabalidad el conjunto de obligaciones que se derivan de su calidad de Estado Miembro de la Corte Penal Internacional.

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