Publicado originalmente en el diario El Comercio. Todos los derechos del texto reservados. Republicado con permiso del autor.

Según un informe del Fondo Mundial para la Naturaleza, la biodiversidad se ha reducido dramáticamente en los últimos 38 años. El informe señala que es en los países pobres donde más especies se han visto afectadas y no han faltado, por supuesto, los críticos que le echan la culpa al mercado. Y es que hoy en día la protección al medio ambiente es una de las nuevas banderas que alza la izquierda. En el imaginario popular, esta vela por la ecología y la naturaleza mientras que el capitalismo es el principal depredador del planeta.

La realidad, sin embargo, es mucho más compleja, pues a menudo las restricciones al libre mercado son el origen de esta situación y son las leyes que las establecen las verdaderas culpables de la depredación.

Suele suceder que para proteger una especie se prohíbe que tenga propietario o que se comercie con ella. El problema es que, cuando algo no tiene dueño, nadie tiene incentivos para cuidarlo. ¿Quién va a invertir en velar por la protección y reproducción de un grupo de animales si no puede obtener de ello un provecho? Parece que algunos no se dan cuenta de que la razón por la que las vacas no están en peligro de extinción es sencilla: sus dueños las protegen porque venden su carne, cuero y leche.

En el Perú, por ejemplo, ya en 1960 la vicuña se encontraba en peligro de extinción. Muchos han sostenido que fue el mercado el que la puso en riesgo, pero lo cierto es que desde 1825, año en que Simón Bolívar establece la primera restricción a su comercio, se viene prohibiendo o limitando su propiedad e intercambio. Al impedir que cualquiera se convierta en propietario de vicuñas, no se hizo más que facilitarle el trabajo a la caza furtiva.

En el otro lado del mundo algo similar sucedió con los rinocerontes. En los 70 se prohibió su comercio y solo se podía comprar sus cuernos (muy utilizados en la medicina asiática) en el mercado negro, lo que hizo que su precio subiera cuatro veces en Japón y siete veces en Corea. Esto alentó su matanza ilegal, la cual, en pocos años, redujo la población de rinocerontes negros de alrededor de 3.800 a 270 en Tanzania, de 3.000 a 100 en Zambia y de 1.750 a 430 en Zimbabue.

El gobierno de Sudáfrica, dándose cuenta de este problema, empezó a subastar rinocerontes blancos para que empresas privadas puedan usarlos en cotos de caza o en parques turísticos. Gracias a ello hoy se encuentran a salvo y bordean los 15.000 ejemplares.

Una experiencia parecida fue la del bongo de Kenia. Luego de años de restringir su comercialización, el gobierno permitió que Disney se llevara algunos de estos animales para su parque temático. La empresa, interesada en su reproducción para darle mayor atractivo a su parque, hoy ayuda a repoblar el Monte Kenia con estos antílopes que no habían sido vistos ahí en una década.

Este tipo de restricciones son muy comunes en la mayoría de leyes y convenios internacionales de protección a las especies. Por eso es la ausencia de un mercado y no su existencia la que explica a menudo que algunas estén en peligro. Para ser verde, entonces, no tiene uno por qué vestirse de rojo. Salvo que creamos que las leyes no tienen consecuencias y que no nos importe que especies como la vicuña, eventualmente, solo existan en el mismo lugar que la cornucopia: el escudo nacional.

1 COMENTARIO

  1. «Lo que es de todos al final termina siendo de nadie». Es una pena que sin incentivos (sin interés, económico normalmente) no podamos hacer nada bueno. ¿Cuándo haremos algo bueno sin esperar nada a cambio).

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