Por: Murray Rothbard, fue un economista, historiador y teoríco político estadounidense perteneciente a la Escuela Austriaca de Economía.

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí:
http://mises.org/document/5800/Austrian-Perspective-on-the-History-of-Economic-Thought
Republicado con permiso

La “alienación”, para Marx, no tiene nada que ver con la cháchara de moda entre los intelectuales marxistoides de finales del siglo XX. No significaba un sentimiento psicológico, de ansiedad o extrañamiento, del cual podría culparse de alguna forma al capitalismo o de una “represión” cultural o sexual. Para Marx, la alienación era mucho más fundamental, más cósmica. Significaba, como mínimo, como hemos visto, las instituciones del dinero, la especialización y la división del trabajo.[1] La erradicación de estos males era necesaria para unificar el organismo colectivo o la especie humana “consigo misma”, curar estas divisiones dentro de “sí mismo” y entre el hombre y “él mismo” en forma de naturaleza creada por el hombre. Pero el mal radical de la alienación era aún mucho más cósmico que eso. Era metafísico, una parte profunda de la filosofía y la visión del mundo que tomó Marx de Hegel y que, con su aliada, la “dialéctica”, proporcionó a Marx el esquema de la máquina que inevitablemente nos traería el comunismo como una ley de la historia, con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza.

Todo empezó con el filósofo del siglo III, Plotino, un filósofo platónico, y sus seguidores y con una disciplina teológica aparentemente distante de los asuntos políticos y económicos: la creatología, la “ciencia” de los Primeros Días. De hecho, ya hemos visto que otra rama aliada y casi igual de remota de la teología (la escatología o ciencia de los Últimos Días) puede tener enormes consecuencias y ramificaciones económicas.

La pregunta crítica de la creatología es por qué creó Dios el universo. La respuesta del cristianismo agustiniano ortodoxo, y por tanto la respuesta de católicos, luteranos y calvinistas, es que Dios, un ser perfecto, creo el universo por su benevolencia y amor por sus criaturas. Punto. Y esta parece ser también la única respuesta políticamente segura. La respuesta dada por herejes y místicos a partir de los primeros cristianos es bastante diferente: Dios creo el universo no por la perfección y el amor, sino por la necesidad palpable y la imperfección. En resumen, Dios creó el universo por la incomodidad, la soledad o lo que sea. Al principio, antes de la creación del universo, Dios y el hombre (las especies orgánicas en conjunto, por supuesto, no un individuo concreto) estaban unidos en una burbuja cósmica, por decirlo así. El cómo podemos siquiera hablar de “unidad” entre hombre y Dios antes de que el hombre fuera aún creado, es un enigma que tendrá que ser aclarado por alguien más experto en misterios divinos que el presente autor. En todo caso, la historia se convierte así en un proceso, en realidad un proceso preordenado, por el cual Dios desarrolla su potencial y las especies colectivas del hombre desarrollan su potencial. Pero aunque tenga lugar este desarrollo y tanto Dios como el hombre se desarrollen y se hagan más perfectos en y a través de la historia, compensando este desarrollo “bueno” también se ha producido algo trágico y terrible: el hombre se ha separado, se ha cortado, se ha “alienado” de Dios, así como otros hombres o de la naturaleza. De ahí el omnipresente concepto de la alienación. La alienación es cósmica, irremediable y metafísica, propia del mismo proceso de la creación, o más bien irremediable hasta que llegue inevitablemente el gran día: cuando hombre y Dios, habiéndose desarrollado completamente, acaben el proceso y la propia historia remezclándose, reuniéndose de nuevo mezclando estas dos grandes burbujas cósmicas en una.

Advirtamos primero cómo se produce este gran proceso histórico. Es el proceso “dialéctico” inevitable y preordenado de la historia. Como es habitual, hay tres etapas. La primera etapa es la fase original: hombre y Dios tienen en una unidad feliz y armoniosa (¿una unidad anterior a la creación?), pero las cosas, particularmente en la raza humana, están bastante subdesarrolladas. Luego la dialéctica mágica hace su trabajo, se produce la segunda etapa y Dios crea el hombre y el universo, desarrollando ambos, hombre y Dios, sus potenciales, con la historia como registro y proceso de esa evolución. Pero la creación, como en la mayoría de la dialéctica, resulta ser una espada de doble filo, pues el hombre sufre por su separación cósmica y alienación de Dios. Por ejemplo, para Plotino, Dios es unidad, o Uno, mientras que el Mal se identifica como cualquier tipo de diversidad o multiplicidad. En la humanidad, el mal deriva del egoísmo de las almas individuales, “desertoras del Todo”.

Pero luego, por fin, tras mucho tiempo, el proceso de desarrollo se completará y la segunda etapa desarrollará su propio Aufhebung, su propio “levantamiento”, su propia trascendencia a su opuesto o negación: la reunión de hombre y Dios en una unidad gloriosa, un “éxtasis de unión”, y en el fin de la alienación. En esta tercera etapa las burbujas se reúnen en un nivel mucho más alto que en la primera. La historia se ha acabado. Y todos vivirán (?) felices a partir de entonces.

Pero advirtamos la enorme diferencia entre esta dialéctica de la creatología y la escatología y la del escenario cristiano ortodoxo. En primer lugar, la alienación, la tragedia del hombre en la saga dialéctica de Plotino a Hegel, es metafísica, inevitable del propio acto de la creación. Pero el extrañamiento del hombre respecto de Dios en la tradición judeocristiana no es metafísico sino solo moral. Para los cristianos ortodoxos, la creación fue puro bien y no se vio ensuciada profundamente por el mal: los problemas vinieron solo con la caída de Adán, un fallo moral, no metafísico.[2] Así que en la visión ortodoxa cristiana, mediante la encarnación de Jesús, Dios proporcionaba una vía por la que podía eliminarse la alienación y el individuo podía alcanzar la salvación. Pero volvamos a advertirlo: el cristianismo en un credo profundamente individualista, ya que lo que importa es la salvación de cada individuo. La salvación o su falta será obtenida por cada individuo, cada destino individual es la preocupación central, no el destino de la supuesta burbuja u organismo colectivo, el hombre con H mayúscula. En el esquema cristiano ortodoxo, cada individuo va al cielo o al infierno.

Pero en esta visión mística supuestamente optimista (hoy en día llamada “teología del proceso”) la única salvación, el único final feliz es el del organismo colectivo, la especie, con cada individuo miembro de este organismo bruscamente aniquilado a lo largo del camino.

Esta teología dialéctica, en particular su cretología, empezó su pleno florecimiento con el místico cristiano del siglo IX influido por Plotino, Juan Escoto Erígena (ca. 815 – ca. 877), un filósofo irlandés-escocés residente en Francia y continuó en el subsuelo hereje de los místicos cristianos, en concreto como el alemán del siglo XIV, Maestro Eckhart (1260-1327). La visión panteísta de los místicos era similar a la llamada de la budista-teósofa-socialista Mrs Annie Besant: como apuntaban perspicaz y agudamente Chesterton, no amar a nuestro prójimo, sino ser nuestro prójimo. Los místicos panteístas pedían a cada individuo “unirse” a Dios, el Uno, aniquilando su ser individual, independiente y por tanto alienado. Aunque los medios de los distintos místicos pueden diferir de los joaquinistas o los Hermanos del libre espíritu, ya sea a través de un proceso de la historia o un inevitable Armagedón, el objetivo sigue siendo el mismo: la superación del individuo mediante la “reunión” con Dios, el Uno, y el final de la “alienación” cósmica, al menos a nivel de cada individuo.

Particularmente influyente para G.W.F. Hegel y otros pensadores de esta tradición fue el zapatero y místico alemán de principios del siglo XVII, Jakob Böhme (1575–1624), que añadió a esta embriagadora mezcla panteísta el supuesto mecanismo, la fuerza que dirige esta dialéctica a lo largo de su inevitable trayecto en la historia. Böhme se preguntaba cómo pudo el mundo de la pre-creación trascender a la creación. Antes de la creación, respondía, había un fuente primaria, una unidad eterna, una Nada (Ungrund) indiferenciada, indistinta, literal. (Por cierto, fue típico de Hegel y sus seguidore idealistas pensar que añadían grandeza y explicación a un concepto elevado pero incomprensible al escribirlo con mayúsculas). Extrañamente, para Böhme esta no-cosa poseía en sí misma una tensión interna, un nisus, una tendencia a la autorrealización. Es esta tensión la que crea una fuerza trascendente y opuesta, la voluntad, que crea el universo, transformando la Nada en Algo.

[1] Sobre la alienación en Marx como enraizada en el intercambio y la división del trabajo y no simplemente en la relación capitalista-asalariado, ver Paul Craig Roberts, Alienation and the Soviet Economy (Albuquerque, NM: University of New Mexico Press, 1971) y Paul Craig Roberts y Matthew A. Stephenson, Marx’s Theory of Exchange, Alienation, and Crisis (2ª ed., Nueva York: Praeger, 1983).

[2] En variantes extremistas, como los herejes gnósticos de la primera era cristiana, la creación de la materia es en sí misma pura maldad, un acto del diablo, o demiurgo, con el espíritu permaneciendo divino.

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