Por: Gonzalo Zegarra Mulanovich
Director de Semana Económica

Semana Económica, edición 1341, página 8. 23-09-2012. Republicado con permiso

Ahora resulta que si uno defiende la democracia y los derechos humanos tiene que ser caviar. Porque según Steven Levitsky en eso –y nada más– consiste la categoría. Cita como prueba el hecho de que personajes de centro y centro-derecha como Augusto Álvarez Rodrich, Rosa María Palacios, Beatriz Merino y Mario Vargas Llosa sean hoy etiquetados de caviares.

Para Levitsky, en el fondo, caviar es sinónimo de “buenos muchachos”. Pero en función de lo que para él es “bueno”. O eres caviar o eres de la DBA (Derecha Bruta y Achorada). Para mí, caviar no es un insulto[1], pero tampoco denota la superioridad moral que se le quiere atribuir. Martín Tanaka relata en su blog el caso de un docente de ciencias sociales izquierdista que salivaba al enterarse de la matanza de Accomarca, porque con eso podría escribir un “librito”, conseguir fondos de la cooperación internacional y terminar su casa de playa para tomarse unos daiquiris. “Repugnante moral caviar”, comenta un amigo (derechista) en Facebook.Retruco que justamente la conclusión de Tanaka es que no se puede generalizar: hay miserables en todas las tiendas políticas, y la decencia no es privativa de nadie.

Tampoco lo es la convicción democrática. Con todo lo que puedo discrepar de su actuación política[2] sería una mezquindad negarle esa cualidad a alguien que para nadie es caviar, como Lourdes Flores. Hay demócratas libertarios (neoliberales), e incluso conservadores –aunque no fachos–, pero nadie ha escuchado hablar de neoliberales o conservadores caviares. Es falaz, entonces, la pretendida identidad caviar = demócrata.

El que se pretenda ahora privar de credenciales democráticas a todo el que no es caviar –o, desde el otro extremo, descalificar a todo el que sí lo es– se debe a que en nuestro país las etiquetas mezclan la ideología con los atributos personales de la gente: su origen social y su catadura moral. ‘Caviar’, a diferencia de lo que sostiene Levitsky, no es un término meramente ideológico (ojalá lo fuera).  Si en el Perú nos agrupáramos ideológicamente, tendríamos partidos políticos. En lugar de eso tenemos categorías que aluden a diversos criterios (irrelevantes), pero no terminan de configurar siquiera una opción electoral. Tengo un amigo –trabaja en el ministerio de inclusión– que dice medio en broma que le encantaría ser caviar, pero no es lo suficientemente blanco: la palabra denota incluso un fenotipo racial.

El mestizaje peruano –tan intenso como conflictuado porque incorpora el complejo de bastardía fruto de la conquista[3]– nos vuelve tan inseguros que estamos siempre en busca de refugio en algún grupo que nos devuelva el sentido de pertenencia. De ahí que sea tan común opinar en manada y emotivamente; en dialéctica oposición a otra tribu y, sobre todo, a su líder[4].  No sabemos enfrentar con adultez la alteridad y por eso nos encanta discriminar, en todas las direcciones[5]. Esto demuestra inmadurez política, intelectual y hasta emocional. La tolerancia implica respetar a los individuos más allá de la discrepancia[6] y combatir las ideas con argumentos, no con insultos.  Hay que racionalizar la política, y para eso las etiquetas integristas –y maniqueas– en nada ayudan.


[1] Semana Económica, edición 1046.

[2] Semana Económica, ediciones 1231 y 1237.

[3] Semana Económica, edición 1309.

[4] Semana Económica, ediciones 1064, 1242, 1274, 1287.

[5] Semana Económica, ediciones 1040, 1337.

[6] Semana Económica, edición 1247.

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