Por Enrique Cavero Safra, Socio del Estudio Hernández & Cia.
El pasado 8 de mayo, terminó de entrar en plena vigencia la Ley No. 29733, Ley de Protección de Datos Personales. El principio central de esta nueva regulación es que toda recopilación, utilización y transmisión de datos personales debe ser hecha con el consentimiento de su titular.
Este derecho, más amplio que el derecho a la privacidad del cual se deriva, otorga a los individuos ya no solo protección frente a intromisiones indebidas, sino el control ex-ante sobre el flujo de su información personal, sujeto únicamente a puntuales excepciones de orden público. Este responde a los múltiples riesgos que encierra la proliferación de información personal sin control.
Hoy más que nunca antes, la informática permite crear perfiles increíblemente exhaustivos de cualquier individuo a partir de información que uno va dejando como rastro en todo tipo de actividades cotidianas. Y ello trae riesgos para las libertades ciudadanas, que van desde la publicidad no deseada hasta la extorsión, el robo de identidad o la persecución política. Pero la protección de datos personales, como cualquier derecho, tiene límites y contrapesos determinados por derechos e intereses sociales, igualmente legítimos, con los que entra en conflicto.
Así, el uso eficiente de información personal permite importantes beneficios sociales, como mercados más transparentes y un mejor alineamiento de las empresas con las necesidades y preferencias de sus consumidores, lo que reduce los costos de mercadeo de aquéllas y costos de búsqueda de éstos últimos. La rápida y precisa identificación de nichos de mercado, patrones de consumo y tendencias permite desarrollar en menor tiempo productos y servicios mejor enfocados y personalizados, lo que le da mayor dinamismo a la economía y trae mayores tasas de innovación tecnológica y cultural.
La importancia no es solo comercial, sino social. El conocimiento de las personas es útil para relacionarnos con ellas, sea como consumidores, clientes, empleados, proveedores, amigos, opositores o cualquier otra relación que podamos imaginar. Tal conocimiento nos permite ofrecer el producto o servicio adecuado, llegar de la forma más eficiente, atacar el flanco más débil, causar el mayor impacto, contratar al mejor colaborador, escoger amigos, pareja, y un largo etcétera. Y si bien el flujo de información indebido puede afectar no solo la privacidad, sino derechos tan importantes como las libertades políticas (especialmente en manos del Estado), también es cierto que la restricción excesiva termina afectando algo tan fundamental como la libertad de información.
En la “era de la información”, las trabas innecesarias a su flujo son un sobrecosto y un pesado lastre para la economía. No se trata, en modo alguno, de sacrificar la protección de datos para reducir costos a las empresas. Pero es fundamental que exista un balance entre los diversos derechos involucrados. Lo óptimo es que los intereses de ciudadanos y empresas converjan en los contratos y políticas de privacidad que genere el mismo mercado, y que la ley establezca un piso mínimo de protección razonable.
La ley, sin embargo, peca en algunos aspectos de formalista y proteccionista, pues no permite al propio ciudadano decidir, si no es de la manera y con la cantidad de información que la ley establece. Por ejemplo, no se acepta el consentimiento tácito, regulado por el Código Civil, exigiendo que sea expreso e, incluso, escrito para cierto tipo de datos. El flujo de información eficiente se produce cuando las personas comparten sus datos de manera libre y consciente con las empresas que les ofrecen garantías adecuadas de privacidad y de uso correcto, no cuando el Estado decide por ellas.