Por Enrique Sotomayor Trelles, abogado por la PUCP y Adjunto de Docencia de los cursos de Seminario de Teoría General del Derecho y Seminario de Derecho Constitucional en la PUCP.

I

El presente ensayo busca articular dos dimensiones de las actuales democracias constitucionales: la razonabilidad, que enfatiza en la forma de relación entre derecho y moral, que se canaliza a través de principios que son ponderados; y la dignidad comprendida en un sentido kantiano como no instrumentalización de los hombres, y que aparece como basamento de los derechos fundamentales (Luther: 2007), pero a propósito de las discusiones sobre la libertad de expresión, y en concreto respecto de la figura del discurso de odio (hate speech). Sin embargo, para comprender adecuadamente la propuesta que se planteará a lo largo del ensayo, es necesario aproximarse al concepto de autonomía (heredero de la noción kantiana de dignidad) a través de una caracterización de la libertad, por lo menos extraña, para la tradición liberal-libertaria. Esta noción de libertad aparece en una de sus primeras formulaciones en la cuarta meditación metafísica de René Descartes (publicada original-mente en 1641), en la que el filósofo francés estudia la naturaleza del error. Sostiene Descartes que debemos buscar las causas del error en ciertas carencias que nos son propias como criaturas. Estas causas se encuentran en la intersección entre la facultad de conocer lo que hay en mí – entendimiento – y la facultad de elegir (la voluntad). Desde esta perspectiva, el error se explica como la propensión de la voluntad de asentir aquello sobre lo cual no posee una comprensión clara y distinta, pro-veniente del entendimiento. El entendimiento humano es limitado y se restringe a aquello que se puede conocer con claridad y distinción. Frente a ello, la voluntad es tan amplia y perfecta como la de Dios a nivel formal, pues si bien en Dios es más el entendimiento y los objetos sobre los cuales se puede ejercer la voluntad, en ambos casos – Dios y hombre – la voluntad consiste simplemente en afirmar o negar, buscar o evitar, cosas que el entendimiento propone. Pero la voluntad no es simple capacidad de decidir sin la compulsión de una fuerza externa, sino que se ejerce como una propensión a elegir la opción buena/verdadera que se conoce con mayor claridad y distinción. En ese sentido, una relación de indiferencia entre las opciones es muestra de un defecto en el conocimiento más que la expresión de auténtica libertad para elegir. El error, finalmente, consiste en un desborde de la voluntad (mal uso del albedrío) cuando esta intenta extenderse a cosas que no se comprenden clara y distintamente. Pero un desborde de este tipo es sólo posible cuando ninguna de las opciones sobre las que se elige se conoce realmente, pues en caso contrario la propensión a la verdad actuaría guiando a la voluntad hacia el entendimiento.

Esta forma de explicar la naturaleza del error y de la libertad se replica en otros autores de la modernidad, pero lo interesante es que admite una actualización en el contexto de la discusión actual, despojando a la explicación de los elementos teológicos y religiosos. Así, el fundamento de la libertad de expresión que propondremos en la parte II es el de la autonomía, que consiste en el autogobierno racional del sí mismo (Self). El autogobierno es una forma de entendimiento, pues permite que sólo las razones para la acción ponderadas racionalmente determinen al comportamiento. Estas razones para la acción – volviendo a la terminología cartesiana – encausan a la pura voluntad para dirigirse a lo que el entendimiento ve de forma clara y distinta (en Leibniz es lo que lleva al entendimiento a guiarse por la luz de la razón), y en la relectura discursiva, a dirigirse a aquello que le convence por buenas razones. Finalmente, podemos reactualizar este esquema conceptual de dicotomía entre voluntad y entendimiento, incluso en su versión discursiva, trasladándolo a las discusiones contemporáneas de neurociencias. Aquí autores como Camerer (2006) han propuesto distinguir entre tres sistemas: el del querer (wanting), el del gustar (liking) y el del aprender (learning). El ideal normativo es el de individuos que aprendan a gustar el encontrar razones para motivar su comportamiento. En la medida que este gusto determine parcialmente su querer -que es el comportamiento visible en el mercado de las ideas-, tenemos una superposición parcial de los sistemas de gustar y querer. La idea que subyace al modelo es simple: los individuos aprenden que guiarse por la razón es mejor que guiarse por la simple pulsión y/o mera intuición; y con ello deben elegir guiar su comportamiento mediante el entendimiento de buena razones para actuar (un entendimiento claro y distinto de los mejores argumentos), y mientras así lo hagan, su expresión visible en el mercado será el de pedir razones a sus interlocutores, generando con ello una demanda en el mercado de las ideas para las mismas. En el mediano plazo, quienes no ofrezcan razones para la acción deberían (i) salir del mercado o (ii) dirigirse a grupos marginales para quienes, por ejemplo, culpar del poco desarrollo peruano en los últimos años a complejos factores sociales y económicos (opción A) o a la población afroperuana y su holgazanería natural (opción B, que contiene un elemento de discurso de desprecio u odio) les da igual. Estos últimos, serían individuos que aun comprenden la libertad y la autonomía como indiferencia entre las opciones, precisamente la propuesta que Descartes asociaba con la naturaleza del error. La ventaja de la relectura neurocientífica del asunto consiste en que nos permite esbozar las líneas maestras de un paternalismo científicamente sustentado que trate de reducir la incidencia de este error mediante formas de arquitectura de decisión compatibles con el paternalismo libertario propuesto por autores como Sunstein y Thaler (2008).

II

Recientemente Betzabé Marciani (2015) publicó un interesante artículo en el que plantea varios problemas para comprender adecuadamente la relación entre libertad de expresión y las creencias religiosas. El tema ha cobrado actualidad a partir de los atentados de enero del 2015 contra la revis-ta Charlie Hebdo, cuya sede se encontraba en París. Si bien Marciani ofrece varias líneas de análisis del asunto, y despliega un gran conocimiento sobre la materia, su salida resulta parcialmente insa-tisfactoria. En concreto, ella señala que adhiere a una “opción prudencial más que principista” para afrontar estos casos. La complicación de una salida prudencial -al menos en la escueta versión que presenta Marciani- es que no ofrece criterios claros (un conjunto de propiedades relevantes) a partir de las cuales se pueda analizar un caso. Por su parte, inhibe en cierta medida a la crítica pues el ámbito de las razones para la restricción o promoción de un derecho se oscurece con consideraciones empíricas siempre cambiantes, cayendo en una forma de excesivo particularismo. Pues bien, considero que la aporía frente a la que se encuentra su análisis se debe a que el problema recién se puede comenzar a solucionar un paso más arriba en el nivel de abstracción. En concreto, resulta relevante preguntarse si el debate y fundamentación de la libertad de expresión es autónomo respec-to del debate de la libertad en general. Desde mi punto de vista, una adecuada respuesta a este asun-to puede traer como consecuencia una mayor claridad al momento de afrontar casos concretos, co-mo trataré de mostrar en lo sucesivo.

Parece que el debate sobre la libertad de expresión no es autónomo respecto del debate de la liber-tad en general. Ello es así en el sentido de que tanto el fundamento como los límites de la libertad de expresión son, básicamente, los mismos que los de las demás expresiones de la libertad indivi-dual. Dicha tesis se apoya en un supuesto previo, que consiste en el rechazo de una defensa fuerte basada en el argumento de autonomía para el caso de la libertad de expresión. En lo sucesivo se explicarán y ampliarán ambas tesis.

En primer lugar, una defensa de la libertad de expresión basada en el concepto de autonomía ha de ofrecer precisamente un concepto de esta (la autonomía) lo suficientemente sólido como para brin-dar un fundamento diferenciado. Así, siguiendo a Brison (1998), podríamos distinguir entre seis conceptos de autonomía que sustentan la aparentemente irracional tesis del derecho preferente. Lo interesante de ello, es que ninguno de estos argumentos se muestra exitoso en la empresa de una fundamentación diferenciada. Por ejemplo, parece ser que si entendemos a la autonomía como una capacidad de autogobierno condicionada histórica y culturalmente, es decir, inserta en un contexto; esta puede ser promovida o afectada por ciertas formas de ejercicio de libertad de expresión. Más aún, si este es el caso, parece que no existe ninguna razón para considerar que el derecho a la libertad de expresión goza de un fundamento diferenciado que lo convierte en un derecho especial y/o preferente. Esta tesis, sin embargo, debe ser aclarada.

El concepto de autonomía que, según Brison, defiende Thomas Scanlon en “Freedom of expression and categories of expression” es una versión de libertad positiva en la que se promueve que el in-dividuo actúe con un autogobierno racional sobre sí mismo. El autogobierno racional requiere que, además de las restricciones externas, el individuo controle a su “yo” irracional o basado en la pura pulsión e impulsos . Pero para que un individuo logre este objetivo de autodeterminación positiva requiere capacidad de raciocinio, pero también de un mercado de las ideas activo en el que se le ofrezcan razones para actuar, las cuales él puede aceptar, rechazar o cuestionar, según sea persuadi-do racionalmente o no por ellas. Este rasgo peculiar, distingue a la forma en la que funciona el fun-damento de autonomía para la libertad de expresión. En contraste con esta forma constructiva de autonomía, en las diferentes manifestaciones de la libertad de acción el individuo ejecuta planes de acción de los cuales – se espera – se encuentre racionalmente convencido, aun sabiendo que podría actuar motivado por simples deseos irracionales. En cualquier caso, el límite del ejercicio de estas formas de libertad de acción vienen dados por la generación de daños o perjuicios a terceros, que en términos prácticos se traduce en la vulneración de ciertos derechos reconocidos a otros sujetos.

III

La anterior explicación nos brinda una hipótesis plausible de porqué la libertad de expresión, a pesar de gozar de un fundamento común respecto de las demás dimensiones de la libertad individual, puede aparecer con una protección especial en los ordenamientos jurídicos de algunos países. Mien-tras que la autonomía funciona como fundamento de la acción en la mayoría de estas libertades, en el caso de la libertad de expresión funciona como fundamento de autolegislación racional para lo que se requiere de un activo mercado de ideas.

Ahora bien, la situación hasta aquí descrita nos dice que a pesar de que el fundamento – el mismo en todas las expresiones de libertad – opera de distinta manera en cada caso, los límites son siempre los mismos. En todos estos supuestos se suele considerar que un límite legítimo al ejercicio de un derecho es el ocasionar daños a terceros. Precisamente esta máxima queda recogida en el principio del daño (harm principle) propuesto por J.S. Mill (1859) . Si ello es así, los límites al ejercicio legí-timo de la libertad de expresión son los mismos que los de cualquier manifestación de la libertad en general. Esta tesis debe ser complementada en algunos sentidos.

En primer lugar, en la medida que la libertad de expresión encuentra fundamento en la autonomía para la autolegislación, el individuo requiere de un espacio de razones con las cuales él mismo pueda contrastar las suyas, a la vez que encuentra razones para la acción que pondera racionalmente. Ello implica que en aquellos casos en los que el ejercicio de la libertad de expresión – como ofrecimiento de auténticas razones para la acción – conlleva algún daño menor, la ponderación entre derechos debería hacer primar a la libertad de expresión debido a su vinculación con la autonomía a un nivel distinto del de la ejecución de planes de acción. Por ejemplo, las caricaturas sarcásticas que ironizan sobre líderes religiosos o profetas (pensemos en las caricaturas de Mahoma que publicaba Charlie Hebdo), deben ser permitidas en la medida que se pueda entrever un cuestionamiento a ciertas formas de vida o concepciones problemáticas en los creyentes (p.ej. ciertas actitudes intolerantes o fundamentalistas). Aquí la caricatura genera un daño que incluso se podría documentar, (p.ej. efectos psicológicos nocivos en cierto grupo de creyentes) pero ofrece razones para que la audiencia se cuestione sobre aquel tema del que el emisor quiere llamar la atención.

La defensa hasta aquí esbozada no implica un argumento a favor de la no prohibición del discurso de odio (hate speech) pues en una gran cantidad de casos – de ninguna manera en todos – esta forma de discurso no ofrece ninguna razón para la acción, sino que se basa en un cúmulo de prejuicios y violencia simbólica sin valor racional. Este caso es bastante evidente en la variante que Susan Brison llama vilipendio cara a cara (face-to-face vilification), pero también se da en ciertas variantes de ambiente hostil (hostile or intimidating environment) y difamación de grupo (kind of group libel). En estos casos la ponderación entre dimensiones de libertad nos podría llevar a preferir la prohibición de formas de expresión debido a los daños que esta genera. El argumento para ello, debería mostrar una estructura como la siguiente:

charli1charlieDos imágenes de algunas caricaturas publicadas en Charlie Hebdo: Las caricaturas satíricas de Charlie Hebdo proponen un cuestionamiento a ciertas actitudes fundamentalistas en algunos creyentes del Islam. Mediante ello, en el marco de la teoría que venimos presentando, exponen (aunque implícitas) razones para

(1) En una gran cantidad de manifestaciones del discurso de odio, principalmente en la forma de vilipendio cara a cara, no se ofrecen razones para la acción.
(2) De (1), y nuestra definición de autonomía como autogobierno racional del sí mismo (condicio-nado histórica y culturalmente), se sigue que en una gran cantidad de manifestaciones de discur-sos de odio no se promueve la autonomía y actuación libre del auditorio, es decir, de los oyentes del discurso.
(3) De (2) se sigue que en una gran cantidad de manifestaciones de discurso de odio se realiza débilmente el fundamento de la libertad de expresión.
(4) De (3) se sigue que si en estas manifestaciones se realiza débilmente el fundamento de la libertad de expresión, se realiza débilmente a la libertad misma.

Esta realización débil de la libertad de expresión que aparece en (4), contrasta con los daños psi-cológicos e incluso la amenaza de daño físico que supone el discurso de odio para las víctimas de este (en los términos de Brison, su audiencia). En su forma extrema, el discurso deja de dirigirse a un auditorio, y se refiere a una simple relación de eminencia de violencia física contra la víctima (audiencia). Esta forma es tratada bajo la etiqueta de fighting words, y se discute sobre si constituye en estricto una forma de discurso de odio, o una agresión directa. Cuando el daño es psicológico, el mismo depende de la virulencia del discurso de odio, y de otros factores como (i) la experiencia pasada de la persona agredida, (ii) fuerza física o strength psicológico, (iii) su status, (iv) sus nece-sidades, (v) objetivos, entre otros (Leets: 2002, 354). Dependiendo de la influencia de cada uno de estos factores, el daño podría no pasar de ser emocional -irritación o tristeza momentánea, por ejemplo- o llegar a ser actitudinal y de largo plazo (como con la percepción personal de inferioridad social frente al agresor(es)). Lo interesante de notar de estudios como el de Leets es que los efectos del discurso de odio guardan similitud con otros tipos de crisis como el efecto de violaciones, robos violentos o violencia doméstica. Es importante agregar, sin embargo, que esta tesis y hallazgos científicos se han discutido en la literatura (Cfr. Lay: 2009). Precisamente para evitar la toma de decisiones apresuradas, Lay (2009, 94) propone un doble proceso de carga de la prueba para final-mente prohibir una manifestación de discurso de odio: (i) un primer paso en el que se cuantifica el daño concreto en un caso particular, y se compara con los beneficios que en la libertad de expresión se generan mediante la libre difusión del discurso de odio en el caso concreto (algo muy parecido al tercer subtest del examen de proporcionalidad de Robert Alexy), y (ii) un segundo paso en el que el gobierno prueba que una intervención legislativa es idónea para producir una reducción de los daños psicológicos y físicos ya cuantificados en el primer paso. Nuestra propuesta no requiere de un segundo paso del análisis tan estricto como el que supone Lay, debido a que las ponderaciones siempre se establecen sobre casos particulares (en lo sucesivo basamos nuestra propuesta en Moreso: 2006 y 2010; y Martinez: 2007) en los que se establece (i) un universo de discurso, y (ii) un conjunto de propiedades relevantes a partir de las cuales se crean reglas condicionales como producto de la ponderación. Ello quiere decir que los resultados de la misma no son tan generales como para implicar, por ejemplo, la prohibición general del vilipendio cara a cara, sino que bastará con prohibirlos cuando una cláusula such-and-such sea el caso.

Veamos lo anterior con más detalle. Imaginemos un supuesto de un vilipendio cara a cara cuya descripción como universo del discurso es la siguiente: “Insultos o menosprecios a miembros de minorías étnicas, raciales, sexuales o equivalentes”. En este caso concreto, el juez podría determinar que las propiedades relevantes para resolver el caso son las siguientes: (i) El ofrecimiento de razones para la acción en la manifestación de discurso de odio concreta (p), (ii) La cantidad de oyentes del discurso, es decir, la extensión de la audiencia (q); y (iii) el nivel de autoestima y seguridad personal de la víctima (r). Mediante la delimitación de propiedades relevantes, el juez puede especificar un universo de casos prototípicos, y a partir de ello crear reglas del tipo siguiente:

Regla 1: En aquellos casos en los que (i) el discurso de odio ofrece pocas razones para la acción al auditorio, es decir que es básicamente pulsional (¬p); (ii) la cantidad de oyentes del mismo en calidad de audiencia es exigua (por ejemplo, el discurso no es difundido en ningún medio de comunicación sino en pequeños pasquines que se reparten en el radio de una cuadra de la ciudad en la que viven agresor y víctima) (¬q), y (iii) el nivel autoestima de la víctima es bajo (¬r); entonces el derecho a la integridad psicológica prevalece sobre la manifestación del derecho a la libertad de expresión. Formalmente, tendríamos algo así: (¬p & ¬q & ¬r) —> Ip P Le (C)
Donde “Ip” es integridad psicológica, “Le” es libertad de expresión, y “P” representa la re-lación de prevalencia condicionada al universo de propiedades relevantes (C).

Como se ve, la propuesta puede conjugar adecuadamente las exigencias de evidencia psicológica para la restricción, con el hecho de que la misma se refiera a casos tipos muy específicos, que incluso podrían ser refinados por el juez mediante el uso de la técnica del distinguishing en posterior jurisprudencia (por ejemplo, se podría ampliar el universo de propiedades relevantes desde sólo 3 a 4 o 5). El resultado es que el derecho a la libertad de expresión deja de presentar la imagen de un derecho irracionalmente superior en la estructura jerárquica de derechos fundamentales (es decir, con un peso abstracto excesivamente superior, en la terminología alexyana), y pasa a tener unos límites prefijados por el principio del daño especificado en casos concretos.

IV

Finalmente, en respuesta a posibles acusaciones de coerción, ningún aspecto de la argumentación ofrecida demanda una forma de paternalismo coercitivo en la medida en que la prohibición se fundamenta en daños a terceros y no en posibles daños no deseados a uno mismo. Esto quiere decir que no se prohíben discursos de odio por el hecho “de que me podrían convencer en tanto oyente”, sino por el hecho de que convenciendo a grupos de personas, pueden generar daños a terceros. En todo caso, el argumento es contrario al expuesto por Sarah Conly (2013) en la medida que una defensa de la libertad de expresión basada en el argumento de la autonomía muestra que mediante una pro-moción de la autonomía racional, se puede promover la conciencia sobre ciertos sesgos y heurísticas presentes al momento de realizar elecciones. De esta forma, se otorga al individuo que se autolegisla la facultad de decidir racionalmente incluso sobre aquellas cuestiones que le pueden generar un daño físico o psíquico. La sustitución de esa decisión autónoma sí resulta vulneratoria de la autonomía y contraria al argumento hasta aquí expuesto. En todo caso, aquellas situaciones en las que los sesgos y/o heurísticas resultan invencibles, incluso haciendo consciente al individuo de su existencia, parece razonable (i) usar formas de arquitectura de decisión, y sólo (ii) subsidiariamente formas de paternalismo coercitivo.

Si los argumentos hasta aquí planteados son convincentes, tenemos una teoría general sobre la relación entre la libertad de expresión y las demás libertades y derechos de rango constitucional que no depende de la cuestionable tesis de los derechos preferentes. Finalmente, si la teoría es exitosa, tenemos una buena guía para realizar ponderaciones caso por caso y solucionar, así, la aparente aporía que apuntamos en la respuesta de Marciani.

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