Por Marisol Fernández Revoredo, abogada y Magistra en Derecho Constitucional, profesora de Derecho de Familia y de Teoría de Género en la Facultad de Derecho y de Metodología de la Investigación en la Maestría de Género en la PUCP.
En la década de los 90, comenzó en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) el Diploma de Estudios de Género (DEG). Su puesta en marcha tuvo un enorme impacto si tomamos en cuenta que hasta ese momento las diferentes facultades no consideraban en sus currículas este campo de estudios. Desde el DEG se promovió la creación de cursos que llevaran a pensar las diversas disciplinas a la luz del género. Derecho fue una de ellas.
En ese tiempo, estudiar la dimensión jurídica de los problemas de las mujeres parecía ser sinónimo de tener una perspectiva de género. Sin embargo, esa visión se fue enriqueciendo y transformando, lo que permitió poner en marcha un proyecto académico que atendiera más bien a las relaciones de género, al poder y al discurso jurídico como un mecanismo de subordinación.
Trabajar hoy con el Derecho asumiendo una perspectiva de género implica tener una postura crítica muy profunda al proceso de construcción de los derechos, al significado de las instituciones jurídicas, a las narrativas que se encuentran en las decisiones de los tribunales. Significa hurgar en la falsa objetividad y neutralidad del discurso jurídico para encontrar los sesgos de género que subyacen a este.
Actualmente, las facultades de Derecho con cursos o seminarios sobre género son muy pocas en el Perú. Si bien el plan mínimo de diseminación ha sido el de promover que aquellas cuenten con cursos sobre esta materia, la apuesta debería ser que el género atraviese las mallas curriculares. La profesora norteamericana Catharine MacKinnon planteó hace más de una década que lograr esto implica revisar lo que se enseña y cómo se enseña (2003). Ella planteó, por ejemplo, que la división estructural en las currículas académicas entre Derecho Público y Derecho Privado debía ser revisada, ello atendiendo a que la condición de las mujeres en lo público se gesta en el ámbito de lo privado. Uno de los temas en la agenda de género es, por ejemplo, la conciliación entre el trabajo de cuidado y el trabajo remunerado, esto exige una intersección entre el derecho laboral y familiar. Precisamente, son esas superposiciones las que generan nuevos entendimientos en el campo jurídico y con ello, mejores decisiones judiciales y políticas públicas.
Ahora bien el qué y el cómo se enseña, se conecta con las prácticas y las relaciones cotidianas en las Facultades de Derecho, con el clima o ambiente en que se desarrollan la vida de estudiantes, profesores y autoridades. Las facultades de Derecho suelen ser espacios muy jerarquizados y dominados por hombres, lo que imprime una dinámica que no propicia la apertura a cuestionar la objetividad a partir de las experiencias de las mujeres o de estudiantes LGBT. No hay que perder de vista que la metodología de género en el Derecho implica partir de lo empírico y de lo contextual.
En un estudio realizado sobre las brechas de género en la PUCP, (Ruiz, Alegre y Fernández), se encontró que en el año 2013 la Facultad de Derecho contaba con 389 docentes de los cuales 302 eran hombres y 87 mujeres, es decir estas tan solo representaban el 22% del profesorado en una Facultad con más estudiantes mujeres que hombres; asimismo, de 56 profesores principales 51 eran hombres y 5 mujeres. Es muy difícil que con estas cifras podamos asistir a un escenario de cambios en el Derecho a la luz del género. Sin embargo, hay algunos indicios que estamos viviendo un “aumento de conciencia” y que las cosas van a cambiar. Lo que ocurre en la PUCP tiene un fuerte impacto en las universidades del país y por ello la responsabilidad que tenemos es enorme.
Todas las grandes transformaciones se gestan desde abajo y las que se deben dar en la enseñanza del Derecho y en el Derecho mismo, también. En este sentido, la tarea es de las y los estudiantes, de los y las docentes, desde esos lugares podemos ir sumando poco a poco y de cara a nuestro centenario constituirnos como un modelo a seguir. Se trata en última instancia de “la revolución de las pequeñas cosas”.