Por César Landa, ex presidente del Tribunal Constitucional y profesor de Derecho Constitucional en la PUCP.

El mensaje a la Nación de Martin Vizcarra, el pasado 29 de julio, anunciando la convocatoria a elecciones políticas generales para remover al Congreso y elegir a un nuevo presidente para el 2020, ha generado el rechazo altisonante de las fuerzas políticas de  la oposición parlamentaria. El mandatario está llamando a un referéndum constitucional con el fin de que la ciudadanía ejerza su rol fiel de la balanza en el conflicto entre el gobierno y la oposición. El mismo que tiene dos vertientes: una política y otra jurídica.

Por un lado, la cuestión política se expresa en un conflicto entre una concepción de la democracia formal o instrumental, expresada en las fuerzas de la oposición en el Congreso, sostenidas por los poderes fácticos –empresarial y mediático-, en procura de mantener el status quo. De allí que, desde la derrota de su candidata presidencial Keiko Fujimori en el 2016, se hayan opuesto al entonces presidente Kuczynski, como ahora a Vizcarra; así como también han combatido las políticas más liberales en materia educativa y de no discriminación, las políticas de ordenamiento tributario y empresarial; y la lucha frontal contra la corrupción judicial y política.  

Mientras tanto, el gobierno representa una concepción de una democracia representativa y participativa basada en un modelo político democrático constitucional, el cual se sostiene en la legitimidad que le otorga la opinión pública. Por ello, Vizcarra – a pesar del origen circunstancial en su arribo a la presidencia en sustitución de Kuzcynski, debido a su derribo por la oposición parlamentaria -, sin partido ni organización política, ha sabido poner el énfasis en un tema muy sensible para el pueblo: la integridad y moralidad del servicio público, lo que lo ha ubicado en el centro de la confrontación con los poderes públicos y fácticos que viven de y con la corrupción sistémica de la política, la economía y de la justicia.

Esta tensión entre el gobierno y la oposición se hizo evidente en julio del 2018 cuando se llegó a un nivel de confrontación política de suma cero ante la opinión pública; desde entonces, lo que gana la oposición es a costa de dañar al gobierno y, lo que gana el gobierno es a costa de confrontar a la oposición. Y no ha podido ser de otra manera, en la medida que las fuerzas parlamentarias de la oposición son reacias al cambio y a la transformación del Estado, sobre todo debido a que la corrupción desde diferentes fuentes ha penetrado a los partidos políticos y a las instituciones que estos controlan. 

Por ello, los esfuerzos del Gobierno de llevar a cabo la reforma política y la reforma de la justicia primero fueron ralentizadas y luego contaminadas por la mayoría parlamentaria; de modo que, es razonable – políticamente – no someter al pueblo a una situación expectante de una confrontación irresuelta y paralizante, sino devolverle el derecho de elegir a un nuevo Congreso y a un nuevo presidente. Lo cierto es que el jefe de Estado pudo haber cerrado el Legislativo constitucionalmente para convocar a elecciones en cuatro meses, pero ha preferido usar una alternativa de consenso: “que se vayan todos”. Sin embargo, esta ha sido rechazada por la oposición parlamentaria, con lo cual la ciudadanía tiene la última palabra, dentro o fuera de una convocatoria electoral.

Por otro lado, la cuestión jurídica plantea como debate si la propuesta del Poder Ejecutivo al Congreso – de acortar el mandato parlamentario y presidencial de cinco a cuatro años – es constitucional o no, así como con qué reglas se llevarían a cabo estas elecciones para el 2020. Al respecto, se puede afirmar, siguiendo al Tribunal Constitucional, que una reforma constitucional solo tiene como límites los contenidos fundamentales establecidos por el Poder Constituyente en la Constitución, referidos al modelo de gobierno republicano, democrático y social del Estado de Derecho; a la persona humana y su dignidad como finalidad de la sociedad y del Estado; y al modelo de una economía social de mercado. 

En consecuencia, la reducción del período parlamentario y presidencial no afecta el núcleo duro de la Norma Suprema y, por lo tanto, es constitucional. Más aún, en el año 2000, luego de las fraudulentas elecciones para la re-reelección de Fujimori, su propio gobierno – acosado por los países del hemisferio a través de la OEA- en noviembre de dicho año modificó la Constitución mediante la reforma constitucional que realizó el Congreso en un par de semanas con el fin de recortar su período presidencial y parlamentario a un año.

En cuanto a las reglas electorales, cabe recordar que la ciudadanía se ha manifestado claramente mediante referéndum constitucional, el pasado 9 de diciembre de 2018, a favor de la reforma política y de la justicia. En virtud de lo cual, al menos los actuales parlamentarios, no pueden ser candidatos y se deberá fiscalizar el financiamiento de los partidos, más aún si muchas fuentes privadas no registradas han provenido de origen ilícito. Asimismo, de las reformas políticas aprobadas por el Congreso – a pedido del Poder Ejecutivo en la última cuestión de confianza – se aplicaría la paridad y alternancia de género en las listas parlamentarias, la inscripción y cancelación de organizaciones políticas; y la supervisión del financiamiento de los partidos, siempre que entren en vigencia hasta un año antes de las elecciones, o se modifique la ley que la limita. Seguramente que el cronograma electoral deberá adaptarse a las necesidades del cumplimiento de la reforma constitucional que disponga el recorte del período presidencial y parlamentario hasta el 28 de julio de 2020.

Finalmente, la lealtad de la oposición parlamentaria a la Constitución le debería llevar a racionalizar su discurso y entender que no es la renuncia del presidente el camino para restablecer las bases de la estabilidad política, sino que, en mérito a la reconstrucción moral de nuestra democracia constitucional de cara al Bicentenario, el gesto que le demanda el pueblo es la clausura del Congreso, o su disolución, como consecuencia de una posible cuestión de confianza para llevar a cabo elecciones generales el 2020.

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