Luis Mendoza Legoas, Máster en Relaciones Industriales y de Empleo por la Universidad de Turín y el Centro Internacional de Formación de la OIT y profesor de Derecho del Trabajo en el posgrado de la PUCP y la UNMSM.

I.

El 2020 quizá sea recordado como un año en el que quedó masivamente desnudada la fragilidad de un modelo económico que privilegia al egoísmo por sobre la solidaridad. Los recetarios de un progreso económico inercial, basado en el reino de emprendedores competitivos se ha tornado en un impúdico “sálvese quien pueda”, en el que la salud y el trabajo tienen una semejante posición de fragilidad. Las decisiones empresariales pueden significar que quienes transitan su vida laboral entre los campos formal e informal —un grupo humano bastante grande en el Perú— terminen siendo echados a las calles a buscárselas o a morir de pandemia.

En este año, el día del trabajo transcurre cuando el mortal Covid-19 cobra víctimas diarias en números que van en escala. El peligro en la demora de las prestaciones de salud del sistema público y las del sector privado recuerdan que vivimos en un entorno que ha segmentado la oportunidad de recuperación y de vivir de las personas según su capacidad contributiva; esta a su vez se encuentra directamente relacionada por la anchura de la renta que un trabajo puede permitir; y esto se encuentra determinado por la educación recibida. Es, sin duda, un sistema que nos ha dividido y al que se le debe reformar ampliamente.

Se ha predicho el advenimiento de una recesión económica con una esperable crisis del empleo (la voz de la OIT se hizo escuchar en ese sentido). Ya muchos gobiernos se apresuraron a tomar medidas laborales tendentes a proteger la vida, la salud, el empleo y el salario, recostándose en estructuras preexistentes de protección social. Lo ocurrido aquí aún no pasa de representar una construcción montada apresuradamente y cuya eficacia resulta insuficiente.

Los laboralistas hoy tenemos, desde nuestra modesta función social, una importante reflexión pendiente. Donde sea que nos encontremos, debemos dejar esa pasión por las etiquetas (“pro” algo) y, consecuentemente, rechazar que estos problemas sean abordados desde esa ligereza, como si los derechos sociales pudieran ser debatidos como se discute en una tribuna al ver el fútbol. Recuérdese que el Derecho del Trabajo inicial cumplió una función pacificadora ante la cuestión social. Hoy, nuestra rama está al servicio de la recomposición tras esta nueva cuestión social, que ha sido multiplicada por la crisis más globalizada que esta generación haya presenciado.

En efecto. esta crisis tiene que ser un revulsivo social. Las tensiones en el mundo del trabajo, puestas al descubierto por la miseria económica (y por otras formas de miseria) deberían llevar a una democrática deliberación sobre cambios a implementarse sobre el actual terreno inestable, dada la presión existente porque la tutela laboral ceda a la desprotección. Dadas las particulares circunstancias de la pandemia, por las que la autotutela colectiva parece gravemente postergada, recae sobre el Estado una fuerte responsabilidad transicional para restablecer fortalecido al diálogo social en serio. Es decir, sin trampas ni vacilaciones.

En ese cambio, tres pilares deben ser reforzados para sostener una estructura recientemente resquebrajada: trabajo, educación y salud. Su abordaje es ineludible tras las graves distorsiones que estos días han expuesto. Uno que reserva empleos mejor remunerados a quienes provienen de cierta educación privada y condena a una cadena de inexplicable precariedad en la renta a quienes deben depender de su empleabilidad, a pesar del estigma del bajo nivel de su educación básica o superior (sea que ellas tengan un coste alto o no). Un modelo que dizque facilita mayores coberturas de salud a quienes mejores capas de protección pueden financiarse; mientras que condenan a otros a sobrevivir con insuficientes coberturas médicas en clínicas-emprendimientos o en una red pública marginada.

II.

Encontrar el legado del llamado “día del trabajo” entre nosotros no debería resultar complicado: es el día en el que se reivindica a las personas que trabajan, al trabajo de las personas. Este día no conmemora a la fuente del empleo ni mucho menos a las utilidades: hay un rostro humano que cabe recordar en los actuales debates sobre la repentina posibilidad de que las personas sean quienes soporten las consecuencias de la precariedad laboral.

De manera incipiente, hoy crece preocupación sobre voces que llevan entre nosotros muchas décadas, pero poca realidad: “protección social”, “estabilidad laboral”, “tutela colectiva”. Del mismo modo, han surgido en este contexto adverso las preguntas válidas sobre asuntos injustificadamente tomados por exóticos: rentas universales, seguros de desempleo, pensiones no contributivas, entre otras. Quizá estas ideas gozan de menos reflectores que, por ejemplo, la suspensión perfecta especial de labores recientemente aprobada por el gobierno. Sin embargo, todas ellas son propuestas que nos recuerdan (negativa o positivamente) que la cuestión del trabajo remite ineludiblemente a plantear el sentido la condición humana y el sentido de la vida (como escribió Denis Sulmont).[1]

Y ese es el punto en el que hoy la categoría social trabajadora se encuentra: la incertidumbre, como un estado habitual. Es una fuerte pulsión para quienes trabajan hoy desde casa, mientras cumplen instrucciones y esperan la renovación del contrato en mayo, en junio. Lo es también para el autoempleado que debe salir del hogar, pues ninguna norma de orden público puede persuadirle de la procura de la renta necesaria. La incertidumbre es un estado mental para quien ya perdió el empleo o fue “suspendido”, o el que llanamente suscribió el mutuo disenso, a la espera de retomar el puesto del que fue apartado, o de reinsertarse a algún puesto disponible en un mercado de trabajo en metamorfosis. Está también la resignación en la incertidumbre de quien ni siquiera aspira a firmar un contrato.

Los aplausos de todas las ocho de la noche se pueden atribuir a lo trabajadores esenciales. Una aún más cruel incertidumbre les golpea: la de no saber si es que su fuente de renta, tornada coyunturalmente en actividad de altísimo riesgo, es un peligro para ellos y su grupo familiar (“me matan si no trabajo y si trabajo me matan”). Las lágrimas de un reportero de televisión lo atestiguaron recientemente. Y todavía ellos siguen, a pesar y por causa de esta precariedad salvaje. Permítaseme expresar mis dudas sobre si el público que aplaude hoy es consciente de la urgencia de la transformación de ese gesto de solidaridad, que debe llevarnos a abandonar los aislamientos del individualismo, así como abandonaremos el aislamiento de la cuarentena alguna vez. Ojalá quien hoy vitorea desde ventanas y balcones, esté dispuesto a dejar el vilipendio de ayer, contra enfermeras que protestaban en una avenida; a cesar la discriminación contra el campesino que hoy es el pilar del abastecimiento; o que abandone el desprecio por el servicio doméstico, y acepte su condición asalariada.

Estas son preocupaciones que se extienden también a los que saldrán progresivamente a las calles a trabajar, al amparo de bendecidos protocolos de seguridad. No obstante, la necesidad del empleo lleva a que la mayoría de ellos ni siquiera paren ante la certidumbre de que la pandemia todavía aniquilará a personas, la necesidad llevará a que corran un alto riesgo.   

La incógnita que deja la pandemia global alcanza también al mundo del trabajo en un escenario posterior a la crisis sanitaria. ¿Todavía el empleo que se tenía a inicios de marzo estará allí, esperando la reanudación de las actividades? Si acaso la edad madura de una persona, que lo situase cerca del umbral del grupo de riesgo frente a la pandemia, pudiera convertir a su empleabilidad en un objeto desechable en el mercado laboral.

Todo esto abre un escenario de preguntas: grandes, colectivas o individuales y muy modestas. Todas importantes. Lo que sea que pase en el futuro, con el mercado de trabajo, puede despertar la búsqueda de reformas distintas a los paliativos inmediatos. Medios de salvataje para que quienes invierten el tiempo de su vida en empleos no corran riesgo de quebrarse deben dar paso a medidas concertadas de largo aliento. Trabajadores individuales a la deriva de lo que manos invisibles u ocultas dispongan, estarán siempre en peor situación que los individuos que ejercen su libertad de gestar respuestas colectivas para equilibrar un desbalanceado reparto del riesgo de empresa ante la adversidad pandémica.

III.

Mi padre, Marcelino Lázaro Mendoza Trujillo (Santiago de Chuco, 1934), días antes del inicio de la cuarentena, fue notificado por la ONP de que, por fin, obtendría la ansiada pensión de jubilación, tras largos años de pugilato con burócratas y tramitadores parasitarios. Su persistencia en una lucha justa fue intermitente con el desánimo resultante de cargar con la culpa de haber trabajado en la informalidad, itinerantemente.

Tuvo que luchar por hacer valer su trabajo, pues un número de años de su vida laboral no podían acreditarse ante la renuencia de quienes, por vestir hábitos, lo persuadieron de no contradecir esa negativa por su fe católica. Fue empleado de una respetadísima congregación católica, incapaz de reconocer ante terceros la veracidad de un certificado de trabajo emitido hace casi sesenta años. Un papel celosamente cuidado por un hombre de fe católica y firmado a mano. Se ocupó, entre otras cosas, como servidor de una empresa estatal por la cual tuvo que desarraigarse de Lima durante los tiempos del terrorismo, quedando a merced de ser interceptado en sus trayectos de ida y vuelta a Nazca cada fin de semana.

El acceso a la pensión, una consecuencia natural de una vida de trabajo, constituyen en su caso singular una victoria celebrable y un ejemplo de convicción. Mi saludo por aquí también a mi papá. Por fin un 1 de mayo con pensión de jubilado y con un abrazo pendiente para cuando se pueda.


Referencias:

[1] Sulmont, Denis. Reflexiones sobre el sentido del trabajo. En Debates en Sociología (15), 1989, p.8.

Fuente de imagen: Noticias Universia

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