Por Walter Piazza, abogado por la PUCP y  magíster en derecho por Harvard University.

El 7 de mayo de 2020 en Estados Unidos se reportó que más de 33 millones de personas habían perdido el trabajo por la crisis del COVID-19. Un número de personas mayor a toda la población del Perú. En la gran mayoría de los casos, estas personas habían sido despedidas, lo que en Estados Unidos es doblemente doloroso porque las personas no solo pierden sus ingresos sino que también pierden el acceso a servicios de salud, pues en este país todo el sistema funciona con seguros privados provistos por los empleadores. En el medio de una pandemia.

Estas medidas fueron recibidas con duras críticas contra las empresas. ¿Era necesario en todos los casos hacer recortes tan dramáticos? Las acusaciones variaron desde la falta de sensibilidad hasta incluso la crueldad de los empresarios. En casi todos los casos, la crítica se centró en el egoísmo de las empresas, que se habían priorizado a sí mismas o a los dueños por encima de sus trabajadores, sus clientes o la población en general.

Esto lleva a que nos hagamos una pregunta fundamental respecto de la forma en la que deben operar las empresas: ¿qué deberían hacer cuando tomen decisiones que ponen en balance el interés de los accionistas por un lado contra el de otros grupos de interés por el otro? Para pensar sobre esta pregunta es mejor poner un ejemplo. Digamos que tenemos una empresa que produce y vende electrodomésticos y que está viendo sus ventas caer porque sacaron una línea de licuadoras que nadie quiere comprar. La empresa tiene de accionista a un señor adinerado, pero desentendido del negocio que usualmente aparece a fin de año para revisar las cuentas y ver el progreso de la empresa. Como no puede ser de otro modo, el accionista quiere que a la empresa le vaya bien y que produzca la mayor cantidad posible de utilidades. Así se lo ha hecho saber a la gerencia.

Como a la empresa le está yendo mal, la gerente de operaciones reúne a su equipo y preparan tres propuestas para el año. La primera opción es mantener el curso, no cambiar nada y esperar que las cosas mejoren solas. En ese caso la proyección es que la empresa arrojará una pérdida de al menos $100 mil a fin de año. La segunda opción es despedir a un 50% de la fuerza laboral encargada de la venta de licuadoras (50 personas) y concentrarse en los otros electrodomésticos, en cuyo caso la proyección es que la pérdida será aproximadamente de $50 mil. Finalmente, podrían despedir a toda la fuerza laboral del área de licuadoras (100 personas) y descartar esa línea, en cuyo caso la proyección indica que podrían alcanzar el punto de equilibrio o, con un poco de suerte, tener una pequeña utilidad.

Por supuesto, mi ejemplo sufre de la falacia del falso dilema. Presento el caso como si esas fueran las únicas opciones cuando la realidad es que siempre hay más alternativas. Pero el ejemplo es ilustrativo para efectos de lo que quiero discutir, así que les pido que ignoren esta falacia por el momento, o al menos que acepten que la gerente de operaciones cree que esas son sus únicas opciones. Mi ejemplo también asume que la gerente puede despedir a 100 personas sin demandas, indemnizaciones u otras consecuencias negativas, lo cual cualquier abogado laboralista les dirá que no es verdad. De nuevo, para efectos del ejemplo supongamos que el despido es legal e inamovible. No habrá juicios en el futuro.

¿Qué debería hacer la gerente? Evidentemente su decisión afectará negativamente a alguien. Si es que se toma la primera alternativa, 100 personas podrán mantener sus empleos, pero la empresa va a perder $100 mil. Si se toma la segunda o tercera alternativa, entre 50 y 100 personas van a perder el trabajo, pero la empresa, e indirectamente el accionista, sufrirán menos pérdidas o podrían incluso tener una pequeña utilidad.

Hay muchos criterios que pueden guiar la decisión de la gerente. Podría decidir, por ejemplo, pensando solamente en sus trabajadores. Al fin y al cabo, estas 100 personas podrían ser padres de familia que tienen hijos que alimentar, podrían tener personas enfermas a su cuidado, podrían ser jóvenes tratando de cursar estudios. ¿Qué culpa tienen los vendedores que las licuadoras no sirvan? ¿O de las malas decisiones pasadas de la gerencia? La pérdida del trabajo podría resultar en que una familia caiga en la pobreza o pierda su vivienda, podría generar conflictos en las familias. Alguien podría morir si es que el despedido deja de pagar un tratamiento médico indispensable.

Por otro lado, la gerente podría pensar en el accionista. Esta es la persona que dio vida al negocio al aportar el capital necesario para empezar. Si no fuera por él, no habría negocio alguno que dé empleo a nadie. Además, un negocio que tiene pérdidas todos los años es un negocio que no dura mucho. La gerente sabe que si toma todas las decisiones pensando solo en los trabajadores podría subir los sueldos, aumentar las vacaciones, mejorar los beneficios… y llevar a la empresa a la quiebra. Y la gerente tiene que pensar también en sí misma y su trabajo. Cuando aparezca el accionista a fin de año y le pregunté por qué no despidió al 50% o 100% de la fuerza laboral de venta de licuadoras ¿qué va a responder? ¿Si el accionista no está contento, va a tener ella empleo el año que viene?

La pregunta sobre qué debe hacer la empresa se resuelve entonces al identificar a quién se debe la gerente, por quién debe de velar. Alrededor de toda compañía existen grupos de interés que quieren que esta tome ciertas acciones. Están por supuesto los accionistas y los trabajadores, pero también encontramos al Estado, a los vecinos de las localidades donde esta opera, a los proveedores, los grupos medioambientales, los grupos políticos, las organizaciones no gubernamentales y muchos otros, que todos quieren algo que puede costar más o menos dinero. ¿A quién le deben los gerentes su lealtad?

Para responder a esta pregunta, quiero remontarme a los orígenes del derecho societario moderno, empezando con dos sentencias del derecho norteamericano. La primera fue emitida en el famoso caso Dodge v. Ford Motor Co.[1] En 1901, cuando la industria automovilística estaba comenzando, Henry Ford hizo un trato con los hermanos Horace y John Dodge, en el cual ellos proveerían a Ford Motor Company de partes para sus autos y harían una inversión en efectivo, a cambio del 10% de las acciones. La alianza fue un éxito rotundo y los socios empezaron a producir algunos de los mejores autos que el mercado americano había visto. Sin embargo, con el paso de los años Henry Ford dejó de dar cabida a las propuestas de los hermanos Dodge para innovar y mejorar los carros, lo cual tuvo como resultado que estos renunciaran en 1913 y que abrieran su propia empresa de autos: Dodge.

En 1901, cuando la industria automovilística estaba comenzando, Henry Ford hizo un trato con los hermanos Horace y John Dodge, en el cual ellos proveerían a Ford Motor Company de partes para sus autos y harían una inversión en efectivo, a cambio del 10% de las acciones. La alianza fue un éxito rotundo y los socios empezaron a producir algunos de los mejores autos que el mercado americano había visto. Sin embargo, con el paso de los años Henry Ford dejó de dar cabida a las propuestas de los hermanos Dodge para innovar y mejorar los carros, lo cual tuvo como resultado que estos renunciaran en 1913 y que abrieran su propia empresa de autos: Dodge.

Esto no hubiera sido demasiado problemático, si no fuera porque los hermanos Dodge seguían siendo propietarios del 10% de las acciones de Ford Motor Company. Esto quería decir que cada vez que esta última repartía dividendos, los hermanos Dodge tomaban ese dinero y lo invertían en su nueva empresa, de tal manera que Ford estaba directamente financiando a su propia competencia. Harto de esta situación, en 1916 Henry Ford anunció que su empresa no repartiría más dividendos. Como era de esperarse, los hermanos Dodge inmediatamente demandaron a Ford Motor Company y a su directorio. En el juicio, Henry Ford alegó que la decisión de no repartir dividendos había tenido el objetivo de financiar la reducción de precios de los carros, buscando así compartir el éxito de la empresa con el público en general. En otras palabras, Ford alegó que había identificado otro grupo de interés, los consumidores, y había buscado beneficiarlos con menores precios sacrificando para ello el interés de los accionistas.

Con esa defensa, Ford cavó su propia tumba y la corte se apresuró en dar la razón a los hermanos Dodge. Para la corte, la empresa había tomado el dinero de los accionistas con la promesa de ofrecerles el mayor retorno posible y no era aceptable que la empresa buscara beneficiar a terceros distintos de los accionistas. Procedió a declarar que “no está en los poderes legítimos de un directorio formar y conducir una corporación solo para el beneficio incidental de los accionistas y el propósito primario de beneficiar a otros, y nadie dirá que si el propósito declarado de los directores era sacrificar los intereses de los accionistas, no es el deber de las cortes de interferir”.

De esta manera, la corte sentó el precedente que el norte de los directores y gerentes debe ser el de proteger los intereses de los accionistas por encima de otros grupos de interés. Es decir, cuando hay que tomar una decisión y el directorio o la gerencia identifica un conflicto entre lo que es mejor para los accionistas y lo que es mejor para terceros, la cuestión es clara. Los accionistas ganan.

La realidad, sin embargo, obligó a las cortes a introducir matices para evitar la aplicación a ultranza de un principio que podía llegar al absurdo. Esto se vio en el siguiente caso que quiero discutir: A.P. Smith Manufacturing Co. v. Barlow.[2] En 1951, el directorio de Smith Manufacturing decidió entregar $1,500 a favor de la universidad de Princeton como una donación caritativa. Enterada de la donación, una de las accionistas demandó al directorio, alegando que habían traicionado el propósito de la empresa de privilegiar los intereses de los accionistas desarrollado en Dodge. Después de todo, si la empresa estaba regalando dinero a terceros, ese dinero ya no estaría disponible para ser repartido a los accionistas. De una forma muy real, el directorio había permitido que le roben $1,500 a los accionistas, por ningún motivo válido que la demandante pudiera ver.

En este caso, la corte favoreció al directorio, señalando lo siguiente: “Nos parece que las condiciones modernas requieren que las corporaciones reconozcan y descarguen responsabilidades sociales además de privadas como miembros de las comunidades en las que operan. Dentro de este amplio concepto no hay dificultad en sostener, como incidental a su objetivo […], el poder de las corporaciones de contribuir fondos de la empresa […] en apoyo a instituciones académicas. Pero incluso si nos confinamos a la regla del derecho común [de primacía de los accionistas]. . . tales gastos podrían ser igualmente justificados para el beneficio de la empresa, de hecho, de ser el caso el tema puede ser visto en términos estrictamente de supervivencia de la empresa en un sistema de libre mercado.”

Este caso es de gran importancia porque estableció dos criterios fundamentales. Primero, la sentencia reafirmó que la regla de derecho aplicable es que los administradores se deben a los accionistas. Este es el marco general inamovible del derecho empresarial estadounidense. Sin embargo, la corte estableció un matiz importantísimo a esa regla, pues concluyó que, dentro de ese gran marco general, la empresa sí puede tener en consideración los intereses de otros grupos de interés, siempre y cuando en última instancia acomodar esos intereses sea de beneficio para los accionistas.

En otras palabras, si los administradores de una empresa quieren proteger a otros grupos, lo pueden hacer. Pero tiene que haber alguna conexión racional entre la decisión tomada y el beneficio que ello le producirá a la empresa en el mediano o largo plazo. ¿Puede la empresa subir los sueldos, por ejemplo? Habría menos dinero para los accionistas si pagan más. Por supuesto que sí, siempre que racionalmente puedan apuntar a que dicho aumento beneficiará a la empresa por algún motivo, tal y como la posibilidad de atraer talento o como forma de motivar a la fuerza de trabajo. ¿Puede una minera utilizar un proceso de producción más costoso que protege a la naturaleza más que el mínimo requerido por la ley? Claro que lo puede hacer, siempre que haya beneficios para la empresa a los que la administración pueda apuntar, como el mejoramiento de las relaciones con las comunidades aledañas o de su propia reputación.

Sin embargo, el punto que no se debe perder de vista es que el interés de los accionistas es siempre el principio guía de las acciones de los administradores. Si es que ocurre lo opuesto a lo que describo en el párrafo anterior, es decir, si la minera escoge el método de producción más barato o si la empresa no sube los sueldos para ahorrar costos, y ello es a criterio de la administración lo mejor para la empresa, entonces los administradores están actuando conforme a lo que se espera de ellos. Están buscando el beneficio de sus accionistas, tal y como dicta el sistema.

Esta es una dura realidad y es justo y válido que cuestionemos un sistema que la permite. ¿Debería ser así? Sabemos que dejadas a su libre albedrío las empresas pueden llevar ese principio al extremo. Cuando estaba en el colegio tuve un profesor de historia que nos preguntó cuál creíamos que era la esperanza de vida de un minero de carbón en Manchester en 1820. La mayoría de alumnos adivinaron alrededor de 40 años. Un avezado dijo 35. La respuesta la recuerdo hasta ahora: 24 años. Según mi profesor, los empresarios ingleses hacían trabajar tanto a los mineros y en tan pobres condiciones de seguridad y salud que muchos morían en las minas, sin llegar siquiera a la tercera década de vida.

No tengo idea si será verdad ese dato o si el profesor nada más buscó impresionarnos, pero lo cierto es que ejemplos de abuso empresarial hay muchos. No es necesario retroceder tanto en el tiempo para encontrar una época en la que no había fin de semana y se descansaba solo parte del domingo (porque bueno, había que ir a misa), que no existía tal cosa como las horas extra, reglas de seguridad y salud en el trabajo o vacaciones (ni qué decir que fueran pagadas), que no había problema en echar relaves al río o petróleo al mar. Y los empresarios lo hacían. Después de todo, era lo mejor para sus accionistas.

Entonces ¿por qué hemos creado y permitimos que exista un modelo que puede dar lugar a estos excesos? Esto se explica y justifica en dos argumentos, que sostienen a todo el sistema como las dos cadenas de un columpio. El primero es el postulado que cuando las empresas buscan maximizar valor para los accionistas, esa búsqueda redunda en el máximo valor para el resto de los grupos de interés y en última instancia para la sociedad en general. La base del postulado es que el diseño económico establece que los accionistas son siempre los últimos en cobrar. A fin de año, o cuando una empresa quiebra, la ley establece un orden en el cual los acreedores pueden reclamar sus deudas, comenzando por los trabajadores, pasando por la SUNAT, luego por los acreedores comerciales y, por último, si queda algo, los accionistas.

Al buscar maximizar valor para el último de la cola, el sistema asegura primero una motivación importante de los accionistas y gerentes de mantener a la empresa con vida y, segundo, que los otros grupos estarán protegidos en caso la empresa fracase. Para generar más utilidades, las empresas tomarán las decisiones necesarias, primero para sobrevivir, y segundo para crecer. Si bien ciertas acciones inmediatas pueden dañar a terceros, dejadas a tomar las mejores decisiones para sí mismas, las empresas harán lo necesario para no ir a la quiebra y cuando las circunstancias lo permitan, contratar a más personas, bienes y servicios. Es lo que le conviene a la empresa, si va a hacer dinero en el largo plazo.

No les sorprenderá que les diga que este postulado es un punto álgidamente debatido.[3] Sin embargo, a grandes rasgos, en el transcurso del siglo XX se fue consolidando la idea de que la primacía de los accionistas como principio guía era el criterio correcto para incentivar la mayor generación de riqueza posible.[4] Para algunos autores, esto también se vio confirmado por el éxito de las empresas de los países que incorporaron este esquema, por encima de otros que introdujeron intereses contradictorios en los criterios para la toma de decisiones empresariales. [5]

Sin embargo, este argumento por sí solo no puede aguantar el columpio porque, como ya hemos visto, las empresas lo usan o han usado para establecer prácticas que consideramos injustas o indebidas. El segundo argumento que sostiene el columpio es entonces que los potenciales excesos del empresariado pueden ser moderados por el Estado. Nuestro sistema puede ser visto como un partido de fútbol. El Estado es la FIFA y las empresas los jugadores. El Estado pinta la cancha, establece su forma y tamaño, fija qué pueden y qué no pueden hacer los jugadores y, de suma importancia, pone a los árbitros y jueces de línea para asegurarse que el partido se desarrolle conforme a esas reglas. Dentro de este ordenamiento, las empresas pueden hacer todo lo que no les esté prohibido.

Las reglas del partido se vuelven entonces fundamentales. Cuando las economías de mercado iniciaban hace 250 años, había pocas limitaciones y las empresas se podían salir con la suya en la mayoría de los casos. Hoy en día, gran parte de la vida empresarial se encuentra regulada y, mal que bien, cada rama de actividad tiene sus reglas y entidades supervisoras. Como sociedad, creemos que es un exceso que las empresas despidan a personas sin causa, por lo cual pusimos reglas para prevenir y sancionar los despidos nulos o arbitrarios. Tenemos un problema con la contaminación y el cambio climático, y por ello hemos limitado lo que las empresas pueden echar a la tierra, los aires y el mar. Y así sucesivamente.

Por supuesto, y como abogado créanme que lo tengo claro, las reglas no son perfectas. Tampoco lo son los árbitros que supervisan el partido. Es deber nuestro y de nuestros líderes constantemente debatir y cuestionar el tamaño de la cancha, qué constituye una falta y cuándo las empresas están fuera de juego. Podemos achicar el campo o agrandarlo, restringir o liberar a los jugadores, según lo que juzguemos sea lo más conveniente en cada momento.

Un punto fundamental para este artículo es aclarar que no pretendo ahondar en cuáles deberían ser las leyes. Si las reglas para el cese de trabajadores o los reglamentos medioambientales, por nombrar dos, deberían ser más flexibles o más restrictivos, es una cuestión política y económica fascinante pero que escapa de este artículo. Tampoco estoy diciendo que las empresas siempre deben despedir personas si eso aumentará las utilidades. No es así. En lo que quiero que se enfoquen es en cómo deberían tomar decisiones las empresas dentro del ámbito de libertad que les es otorgado. Pudiendo legalmente tomar la acción que perjudica a un tercero, pero beneficia a la empresa e, indirectamente, al accionista, ¿deberían tomarla?

Con ello, regresamos a nuestra gerente de operaciones y a los vendedores de licuadoras. ¿Qué decisión debe tomar la gerente? Aplicando el marco conceptual que vengo desarrollando, la respuesta es que debe tomar la decisión que considere va a beneficiar más a la empresa, e indirectamente a los accionistas, en el largo plazo. Cualquiera de las alternativas que mencioné inicialmente podría caer en ese saco, incluyendo la de no despedir a nadie. Quizás la gerente concluya que mantener a los trabajadores y asumir la pérdida de $100 mil sea mejor porque el próximo año habrá otra línea de licuadoras que se tendrá que vender y no quiere perder su fuerza de ventas, o quizás considere que puede implementar una estrategia de comunicaciones para mejorar su reputación y atraer clientes señalando que la empresa mantuvo su fuerza laboral incluso durante una crisis.

Pero quizás no. Quizás concluya que lo mejor para la empresa en el largo plazo es despedir a 100 personas ahora y volver a contratar cuando tengan la oportunidad de crecer. Si es que esa es su conclusión de buena fe, entonces eso es lo que tiene que hacer. La cancha pintada por el Estado se lo permite y el propósito de la empresa se lo exige.

Cuando analizamos este tipo de situaciones, los abogados muchas veces perdemos de vista el bosque por ver los árboles. Nos enfocamos en el drama personal de cada una de las 100 personas y no vemos el balance final positivo que ello permitirá en sociedad en el largo plazo. Los economistas pecan de lo contrario, todo lo ven números y si el resultado final es mejor luego de todas las sumas y restas, pues no importan los árboles caídos. En algún lugar en el medio están los empresarios que tienen que tomar decisiones difíciles todos los días que casi siempre a alguien tendrán que perjudicar.

Lo cierto es que nuestro sistema se basa en que la búsqueda del beneficio personal de las empresas redunda en el mayor beneficio social en última instancia. Para que ello funcione, se requiere de dos cosas. Primero, el Estado debe hacer su labor de prohibir aquellas conductas que nos parecen inaceptables y hacer cumplir sus leyes. Y, segundo, los administradores deben tomar sus decisiones pensando no en el beneficio o la utilidad inmediata, de este trimestre o este año, sino en el bienestar de la empresa en el largo plazo. Si logramos que se cumplan estas condiciones, los sufrimientos de hoy se compensarán con los beneficios de mañana.


Referencias

[1] Para una descripción detallada, ver: KRAAKMAN, Allen. Commentaries on the Law of Business Organization. Wolters Kluwer, Fifth Edition, 2017.

[2] KRAAKMAN, Allen. Commentaries on the Law of Business Organization. Wolters Kluwer, Fifth Edition, 2017.

[3] El debate comenzó en la década de 1930 entre el Profesor E. Merrick Dodd de Harvard (Ver ¿De quién son fiduciarios los administradores corporativos?) que postulaba el principio de primacía de los accionistas y Adolf Berle de Columbia que alegaba lo contrario (Ver ¿De quién son fiduciarios los administradores corporativos?: una nota).

[4] No puedo dejar de mencionar que las voces que buscan cambiar este paradigma han venido creciendo en los últimos años. Una salida que se ha encontrado ha sido la creación de las llamadas “empresas tipo B” (B-corporations), que establecen en sus documentos constitutivos ciertos principios que guiarán su actividad además de la búsqueda de utilidades. Una empresa puede señalar, por ejemplo, que su prioridad es el cuidado del medio ambiente, en cuyo caso el paradigma se invierte y ante el conflicto entre el beneficio a los accionistas y el medio ambiente, los administradores deben proteger este último. Sin embargo, si bien es un movimiento cada vez más importante, la creación de empresas tipo B es aún incipiente en el mundo. En el Perú, la primera ley BIC ha sido aprobada recientemente, y está pendiente que se vea su éxito.

[5] Henry Hansmann y Reinier H. Kraakman en El Fin de la Historia del Derecho Corporativo incluso declararon que las propuestas del propósito de la empresa distintas de la de maximizar valor para los accionistas habían sido superadas por el fracaso de los otros modelos (sobre todo en Europa) y predijeron la consolidación del derecho corporativo mundial alrededor de esta premisa (llegando así al fin de la historia del derecho corporativo). Una visión alternativa la ofrecen Margaret Blair y Lynn Stout en Una teoría del derecho corporativo de producción en equipo donde nuevamente postulan una visión integral de todos los grupos de interés por parte de la administración al momento de tomar decisiones.

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